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Auroras de aquel pasado

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 6 abr
  • 13 Min. de lectura

Actualizado: 28 abr

Em, de Kim Thúy




Emma-Jade y Louis eran, por motivos de trabajo, viajeros frecuentes y casi pasaban más tiempo en aeropuertos y aviones que en cualquier otro lugar. Eran de esas personas que habían llevado a los responsables de las terminales aéreas a dotarlas con salas de masaje, bibliotecas y hasta capillas. Como viajera profesional, Emma-Jade vestía de manera cómoda y en su equipaje, que solo constaba de una maleta de cabina, había tres suéteres de cachemira gris, idénticos al que ahora la mantenía ligera y cálida. Louis también viajaba sin mucho peso (carry on gris acero) y solía usar una chaqueta liviana. Emma-Jade lo había visto colocarse de primero en la fila de embarque y de inmediato supo que era de los suyos. Por pura y feliz casualidad, en el avión solo los separó un asiento y, por primera vez en sus saltos de husos horarios, Emma-Jade permaneció despierta durante todo el vuelo. Cuando llegaron a su destino, ella lo abordó en la cola de inmigración para pasarle la foto que le sacó mientras él dormía.

 

Los dos tomarían ese conocerse antes del sello de los pasaportes como su primer contacto, pero la verdad es que fue un reencuentro: ignoraban que habían vivido juntos varios meses. Todos los hechos son producidos por otros hechos y recorrer la combinación de causas y azares determinantes de que sus vidas se hubieran cruzado de ese modo —dos veces con una mediación de décadas— podría llevar tan lejos como a 1887, cuando Francia formó la Unión Indochina para la administración colonial de Camboya, Laos, Cochinchina, Annam y Tonkín. Un punto de arranque más próximo sería la decisión del general De Gaulle, a finales de 1945, de que las tropas francesas restituyeran la soberanía gala en esos territorios —a la ocupación japonesa durante la Segunda Guerra Mundial habían seguido las manifestaciones contra el dominio extranjero y la proclamación de la República Democrática de Vietnam por Ho Chi Minh—, en el prólogo de la guerra que librarían franceses y vietnamitas entre 1946 y 1954. Emma-Jade y Louis, sin embargo, no fueron contemporáneos de esos hechos, sino de la confrontación bélica entre vietnamitas y estadounidenses, de manera que lo decisivo para el entrecruzamiento de sus vidas ocurrió en agosto de 1964: tras dar por cierto que lanchas norvietnamitas habían atacado a un destructor estadounidense en el golfo de Tonkín, el Congreso autorizó al presidente Johnson la intervención militar abierta para defender a Vietnam del Sur de la guerrilla del Viet Cong. Ese fue el comienzo oficial de la Guerra de Vietnam (1964-1975), de la que se ocupa Kim Thúy en su novela Em (2020).

 

Al cabo de tres meses de servicio, los soldados estadounidenses contaban con cinco días de recreación. Podían ir a Hawái, Japón, Hong Kong, Singapur, Australia…, o escoger quedarse y pasar ese receso en Vietnam del Sur. Muchos, como se ve en las películas, preferían perderse en los brazos de las muchachas vietnamitas, quienes en la bulliciosa y caótica Saigón calmaban sus tormentos de la jungla con falsos gestos de amor. El resultado de ese rest and recreation doméstico, que se convertiría en rape and run o rape and ruin, era a menudo una enfermedad venérea para ellos y un embarazado indeseado para ellas. Al regresar a sus bases, los medicamentos suministrados por el ejército libraban a los muchachos de esa carga indeseada en la entrepierna; las muchachas, acudían a mujeres mayores para abortar o desaparecían del bar para dar a luz. Muchos de los frutos de esos vientres —que salpicaban con sus particularidades de cabellos claros o rizados, sus pieles negras y sus pecas, a la homogénea población vietnamita— terminaban en la calle, todas las veces sin padre y casi siempre sin madre.

 

“Louis no era el primer bebé que aparecía al pie de los tamarindos, como un fruto maduro caído del árbol o una plántula que brotaba del suelo. Así pues, nadie se había extrañado. Algunos se ocupaban de él, le daban una caja de cartón, agua de arroz, una prenda de ropa. En la calle los mayores adoptan a los más pequeños según los días, formando familias volantes”. Los niños abandonados pasaban un tiempo sin nombres y a Louis, que al principio lo llamaban “estadounidense negro” o “niño mestizo”, lo bautizó un bicitaxista por asociación del color de su piel con la música de Louis Armstrong que se escapaba por la puerta de un bar. Huérfano, pero criado por diferentes madres de la calle —la que le dio el pecho, la que hurgaba en los basureros, la vendedora de lotería…—, Louis sobrevivió y llegó a dominar el arte de pasear entre los transeúntes para apoderarse de algunas carteras, así como el de merodear por los puestos callejeros de comida para tomar los restos de sopa antes de que los vertiesen en un barril destinado a las pocilgas; en sus días de suerte, en el fondo del cuenco encontraba un pedazo de carne. También fue limpiabotas y su desamparo habría sido todavía más profundo si no hubiese “adoptado” a Pamela, la chica que enseñaba inglés en un centro de formación de Pam Am y con quien aprendió a escribir y leer.

 

“A los siete años, se empieza a distinguir el bien del mal, la justicia del sueño, los actos de las intenciones. A los siete años, se puede presentar uno en una terraza abarrotada de militares para limpiar las botas aún manchadas de sangre o para lanzar una granada, siguiendo las órdenes de algún adulto. A los siete años, se supone que debe uno salir de la fase edípica, etapa por completo ajena al desarrollo de Louis. De todos modos, la edad de Louis varía según la memoria intermitente de los mendigos del barrio”.

“El piloto vio la vida. El helicóptero descendió hasta Tâm para sacarla de entre los cadáveres inundados de luz. La levantó tirando de su blusa mojada, manchada de imágenes indelebles. Subió de nuevo, con ella colgando del brazo, en línea directa hacia el cielo”

Siete u ochos años era la edad de Louis cuando Tâm llegó al barrio. Mestiza como él, Tâm era la hija de una vietnamita, Mai, que tenía la misión de infiltrarse, sabotear y matar a Alexandre, el francés dueño de una plantación de heveas. Se enamoraron, sin embargo, y perecieron juntos cuando el escenario de la guerra fueron los miles de árboles que lagrimeaban látex. Rescatada por su niñera, Tâm pasó unos años en My Lai, la aldea de su salvadora, y después en Saigón, donde, por el empeño de esta en cumplir la voluntad de Alexandre y Mai, ingresó al instituto Gio Long, el más prestigioso de la ciudad. “Cada año se admitía sólo al diez por ciento de los miles de muchachas llegadas de todas partes para presentarse al examen. La prueba atraía a las mejores porque las diplomadas podían convertirse en grandes esposas y, accidentalmente, en mujeres comprometidas, es decir, en revolucionarias”.

 

Dos veces había escapado Tâm de la muerte. La segunda, en My Lai, a donde había ido de vacaciones con su niñera. La aldea fue arrasada por los estadounidenses y Tâm fue la única que salió con vida del canal de irrigación de los arrozales donde reunieron a mujeres, niños y ancianos. “Take care of them”, le ordenó el oficial al soldado, instrucción que, en un primer momento, este entendió como “vigila a estos” o algo así; solo cuando le gritó “Take care of them!”, comprendió y vació el cargador de su arma con los ojos cerrados. “A Tâm la empujaron por un barranco. No asistió a los últimos instantes de su niñera, del mismo modo en que no había visto morir a sus padres (…) Ese día creyó que la habían alcanzado los tiros del soldado, que acabó por comprender las órdenes de su superior. En realidad, se había desmayado al ver estallar la cabeza de un bebé atado al pecho de su madre con una tira de tela”. Empezó a moverse y de pronto fue izada por una mano invisible: “El piloto vio la vida. El helicóptero descendió hasta Tâm para sacarla de entre los cadáveres inundados de luz. La levantó tirando de su blusa mojada, manchada de imágenes indelebles. Subió de nuevo, con ella colgando del brazo, en línea directa hacia el cielo”.

 

Tâm fue acogida en el orfanato de la señora Naomi y, años más tarde, viviría un reencuentro con el soldado que la rescató del jardín de muertos de My Lai. Sin embargo, ya en el barrio de Louis, no pudo esquivar el destino común a tantas muchachas de la ciudad y ella también se tendía bajo los estadounidenses: escuchaba con el corazón a cada uno de los soldados que le reclamaban gestos de cariño, esperando oír el timbre de la voz del piloto. Se mantuvo con vida para seguir esperándolo, ignorante de que en San Diego ya le habían comunicado lo peor a su esposa. Fue prostituta y, como muchas otras, madre efímera: “Tâm sólo pudo ser la madre de su recién nacida durante unos cuantos minutos después de haber dado a luz. La comadrona que había contratado su jefe le confió el bebé a un bicitaxista con el primer llanto, para que Tâm pudiera regresar de inmediato al escenario del bar de gogós antes de tener tiempo siquiera de ponerle nombre a su hija…”.

 

Imposible saber si fue el mismo bicitaxista que le puso el nombre por el legendario trompetista de Nueva Orleans y dónde estaba Tâm cuando debajo del banco del parque donde dormía Louis, a su lado, apareció la bebé, otra más. Él se hizo cargo de ella. La alimentaba con restos de caldo y leche condensada de los potes que traía del mercado y la llevó en la espalda, sujeta con una banda de tela, varios meses, hasta que un día la señora Naomi, de camino al orfanato, escuchó el llanto que salía de una caja, la que Louis rodeaba con piernas y brazos durante la noche para proteger a la niña: Hồng. La señora Naomi quiso que ambos se fueran con ella, pero Louis huyó, corrió mucho y lloró bastante más.

 

El Viet Cong y las tropas de Vietnam del Norte entraron en Saigón el 30 de abril de 1975. Un mes antes, el presidente de Estados Unidos, Gerald Ford, asignó una partida de dos millones de dólares para sacar del país a los huérfanos de los soldados estadounidenses. Fue la operación Babylift. La señora Naomi logró montar a setenta y ocho de sus niños en el primer vuelo, pero los perdió a todos porque un infierno fue trocado por otro: el avión estalló durante el despegue por un desperfecto mecánico. Decidida a no dejarse vencer por la fatalidad, otros setenta y ocho niños viajaron en el segundo vuelo y muchos más de su orfanato en los siguientes, cubriendo la ruta Saigón-Guam-San Francisco para ser adoptados en Georgia, Nueva York, Chicago… Hồng lo fue por Annabelle y William, quienes vivían en Savannah. Para entonces, ya tenía otro nombre, el que le pusieron las conejitas de Playboy en el segundo vuelo de su vida: Hugh Hefner, el magnate de la famosa revista, había puesto su jet y sus conejitas al servicio de Babylift para trasladar a los niños a sus hogares de adopción. “Al final, más de tres mil niños tuvieron la oportunidad de empezar de cero en un nuevo país con unos padres nuevos”.

 

Louis también salió de Saigón, pero no de la manera más o menos ordenada en que lo hicieron los huérfanos de la señora Naomi, sino por un golpe de suerte en el pandemonio que se armó en la embajada estadounidense cuando la guerrilla y el ejército regular norvietnamita ya estaban en las afueras de la ciudad. “De todos los helicópteros que aterrizaron en medio de los disparos para sacar a los soldados heridos y recoger los cadáveres despedazados, los desplazamientos más famosos son los de las aeronaves cargadas de civiles que habían conseguido trepar por sus laterales, entre el 29 y el 30 de abril de 1975. Los saigoneses corrían hacia el puerto y, principalmente, hacia la embajada estadounidense con la esperanza de escapar de los tanques que llegaban del norte para anunciar la paz”.

 

Cuando en la radio sonó la canción White Christmas, todos los avisados supieron que debían correr hacia la embajada o hacia alguno de los otros veintiocho puntos de evacuación, varios en las azoteas de edificios marcadas con una inmensa h. A Tâm la advirtió uno de sus clientes, mientras que Louis lo supo porque su oído estaba pegado a las calles de Saigón y cuando radiaron la canción clave corrió siguiendo a los chóferes de funcionarios y altos militares hacia la sede diplomática. En la confusión del abordaje, ese niño de la calle, que no debería estar ahí y sin embargo estaba, guiado por su poderoso instinto de supervivencia, abordó un Hue luego de que el encargado estadounidense apartara de un puñetazo a un hombre que, a su vez, se había abierto paso hacia el aparato salvador empujando a otros. “Los responsables de la operación Frequent Wind removieron cielo y tierra para que los treinta y un pilotos voluntarios salvasen a novecientos setenta y ocho estadounidenses, así como a mil doscientos veinte vietnamitas y personas de otras nacionalidades. Entre los evacuados, una adolescente se dedicó a la investigación biotecnológica en Atlanta, un joven se cimentó una carrera de anestesista en California y otro amasó una fortuna en el negocio del pescado en Texas”.

 

Louis viajaba mucho porque era uno de los artífices de la multiplicación de los salones de uñas, un servicio de miles de millones de dólares anuales dominado por las vietnamitas. Tâm estableció el suyo en Montreal y apoyaba a las empleadas que querían abrir su propio salón, mientras Louis las ayudaba a alquilar locales y en todo lo asociado a los primeros pasos que daban las nuevas propietarias. Emma-Jade, por su parte, viajaba mucho para descubrir las novedades del mundo a William, doctorado en Filosofía y Psicología, quien conocía al ser humano como la planta de su mano y tenía el lucrativo negocio de ofrecer espacios virtuales donde las fantasías definen las reglas. Su fortuna se hinchaba al ritmo de los deseos ocultos de sus clientes…

 

Emma-Jade y Louis, unidos después de conocerse en el aeropuerto, volvieron al menos una vez a la antigua Saigón: “Mi madre, Tâm, vivía en ese apartamento”.

 

Post scriptum:

 

Los olvidados de las guerras

 

La narración en la novela de Kim Thúy está asida al círculo de encuentro-separación-reencuentro de Emma-Jade y Louis, quienes no eran combatientes, y esa guía sirve para recorrer el conflicto armado sobre todo desde la perspectiva de la población civil, ocasional protagonista en la vastísima representación literaria de las guerras, pese a que las personas sin uniforme han sido las víctimas más numerosas en los balances de las conflagraciones del siglo XX y actuales.

 

Hasta bien corrido el siglo XIX, la guerra era cosa limitada al enfrentamiento de dos ejércitos regulares, que vencían o eran vencidos en unas pocas batallas decisivas, tras lo cual el ganador tomaba del perdedor una porción de territorio y se firmaba la paz, mientras los civiles eran mantenidos al margen. Pero eso cambió en la Guerra Civil estadounidense, con los ataques del general Sherman en el profundo sur. “No estamos luchando solo contra ejércitos hostiles sino también contra un pueblo hostil y hemos de conseguir que los viejos y los jóvenes, los ricos y los pobres, sientan la dureza de la guerra”, argumentaba el general, citado por Gwynne Dyer en su Breve historia de la guerra (2021).

 

Es el enfoque de la “guerra total”, ensayado en la Gran Guerra con bombardeos de los dirigibles alemanes sobre Londres y el bloqueo naval británico que llevó a la población germana al borde de la desnutrición; llegó al paroxismo con las destrucciones de Hamburgo y Dresde y a la recreación del infierno en Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial, así como tuvo réplicas en los masivos bombardeos de Estados Unidos sobre Vietnam del Norte. “Me he guardado de entristeceros —escribe Thúy— con la banda sonora que desvela la orden del presidente Nixon de proceder al bombardeo a pesar de las vacilaciones del general, que acaba de informar de que el cielo está demasiado nuboso para que no hubiera víctimas civiles; y con el documento que presenta las razones por las cuales había que continuar con la guerra:

 

“1) 10% para apoyar la democracia;

“2) 10% para echar una mano a Vietnam del Sur;

“3) 80% para evitar la humillación”.

 

Thúy recuerda, en un capítulo titulado, precisamente, “Los olvidados”, que murieron alrededor de dos millones y medio de civiles en todo Vietnam. Sin contar a los huérfanos y a las viudas, los “sueños abortados” y “los corazones rotos”.

 

Para el Gobierno de Estados Unidos, todo en Vietnam era un objetivo legítimo. Las ciudades, fábricas, puertos e infraestructuras viales en el norte, las aldeas —destruidas, como la de My Lai el 16 de marzo de 1968— y la propia jungla en el sur, sobre la que llovieron toneladas de químicos. Si no podían localizar al escurridizo enemigo, que atacaba y luego desaparecía sin dejar rastro, entonces había que acabar con su escondite —la selva— y matar de hambre a sus cómplices —los campesinos—. Se le bautizó como operación Ranch Hand y fue llevada a cabo entre 1961 y 1971. “Su misión principal era destruir la exuberancia del bosque tropical y, además, provocar hambrunas en el enemigo eliminando las cosechas. La mayoría de los árboles morían al primer contacto. Los más obstinados abandonaban tras la segunda o tercera exposición. Sin embargo, el arroz resistía. Daba igual el color del agente: era casi imposible quemarlo. Ni siquiera las granadas ni los disparos de mortero conseguían hacerlo desaparecer por completo. Las semillas volvían a crecer, seguían alimentando tanto a soldados de la resistencia como a granjeros a quienes les tocó vivir ese mal momento de la historia. Hubo que inventar el agente azul para conseguir secar el suelo y, de ese modo, privar al arroz de su principal fuente de vida, el agua. El agente azul triunfó sobre el arroz”, relata Thúy.

 

Estados Unidos escaló el conflicto hasta ese límite inhumano sin poder cambiar el curso que conducía a su derrota. Los estadounidenses, como antes los franceses, confiaban para su triunfo en la superioridad material y tecnológica de sus ejércitos. Francia se convenció de lo contrario tras la derrota de Dien Bien Phu (1954); Estados Unidos, en cambio, ciego en su defensa de lo que denominaban el mundo libre frente al comunismo, acaso habría seguido devastando Vietnam con sus bombardeos estratégicos si la guerra en el Sudeste Asiático no se hubiera hecho impopular en su frente doméstico.

 

“Quien utiliza la fuerza incansablemente sin pensar en el posible derramamiento de sangre debe obtener una superioridad si el adversario emplea menos vigor en su actuación (…) Introducir en una filosofía de guerra un principio de moderación sería un absurdo. La guerra es un acto de violencia llevado a sus límites extremos”, advirtió Karl von Clausewitz en De la guerra (1819), según la cita que copio del libro de Dyer. En París habían prestado atención a la condición enunciada por Clausewitz, en Washington ignoraron esa parte. El Viet Cong no estaba en condiciones de asestar una derrota decisiva a los estadounidenses, como se evidenció con la ofensiva del Tet en enero de 1968 —de más impacto psicológico que militar—, pero tampoco necesitaba una victoria así, solo tenía que aguantar lo suficiente para que funcionara la ecuación de la lucha guerrillera: resistir hasta hacer que a la potencia militar le resultara muy costosa su permanencia y decidiera retirarse, como en efecto ocurrió. Esta es la lucha entre un tigre y un elefante, aleccionaba Ho Chi Minh: si el tigre se asienta en su terreno, el elefante lo aplastará con su peso, pero si conserva su movilidad, finalmente vencerá al elefante, que sangrará por una profusión de cortes de garra. En el caso de los combatientes vietnamitas, el vigor advertido por Clausewitz fue la convicción de querer ser un país reunificado y libre de tutelas neocoloniales.    

 

Las tropas estadounidenses se retiraron de Vietnam en 1973, vencidas no solo porque la Casa Blanca se empeñó en librar una guerra convencional contra una fuerza guerrillera, sino también por asumir que el alzamiento en armas de los vietnamitas era una amenaza de la expansión comunista en el marco de la Guerra Fría —si caía Vietnam del Sur, seguirían Tailandia y Birmania—, cuando se trataba de un nacionalismo popular e histórico contra todo sojuzgamiento foráneo.

 

 

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