Catálogo del dulce placer doloroso
- Francisco Vallenilla
- 18 jun 2021
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 16 nov 2023
Mujeres, de Mihail Sebastian

En una serie de artículos del sitio web de National Geographic dedicados a la explicación científica del amor, leo cosas como las siguientes: “Desde el punto de vista bioquímico, el enamoramiento comienza en la corteza cerebral. Posteriormente pasa al sistema endocrino y se transforma en una respuesta fisiológica y en cambios químicos originados por la segregación de dopamina en el hipotálamo”. También esto: investigadores del Centro de Neuroética de la Universidad de Oxford “han concluido que tanto el amor como las drogas inundan el cerebro con dopamina, lo que causa una fuerte sensación de recompensa provocando el círculo vicioso de euforia, deseo, dependencia y abstinencia”.
Me entero de que la reacción bioquímica del enamoramiento involucra áreas del cerebro con denominaciones tan poco románticas como hipotálamo, corteza prefrontal, amígdala, núcleo accumbens y tegmental frontal, así como un cóctel de neurotransmisores y hormonas (adrenalina, dopamina, serotonina, oxitocina, vasopresina, estrógenos y testosterona). No todo es química, por supuesto, como advierte Natalia López-Moratalla, catedrática de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Navarra, España: “Las bases biológicas del enamoramiento son universales pero las tradiciones, como los matrimonios concertados por la familia, influyen en la evaluación que el cerebro hace de la recompensa”. Tampoco todo marcha igual en mujeres y hombres: “Los estudios realizados indican que las mujeres emplean más la oxitocina, la hormona de la confianza, que además aumenta su nivel con el contacto físico y la mirada. Domina la empatía emocional. Por el contrario, —añade—, los hombres usan más la vasopresina, que potencia la testosterona y facilita una empatía más racionalizada, y aumenta la detección de estímulos eróticos”.
Sin embargo, enamorarse sigue siendo un misterio. Y es bueno que así sea, porque qué sería la vida si ya no hubiera nada que revelar, si un mal día encontramos las cosas sin el velo que nos las sustrae y que, precisamente, está ahí para animarnos con su ocultamiento a dar el siguiente paso para descubrir; es decir, para vivir. Si no hubiera enigma, nos quedaríamos en neutro, desorientados, aburridos y, claro, ya nadie nunca más se enamoraría, con lo cual el mundo estaría incompleto y nosotros muertos. Ya la ciencia ha descrito el mapa bioquímico que se dibuja cuando se produce ese estado particular que combina una extrema excitación con una aguda idiotez. Lo que los científicos no logran aún precisar es por qué nos sentimos drogados de esa forma a partir de determinado momento. Y ese es el rincón arcano que, por fortuna, la luz de los laboratorios no oscurece. ¿Por qué la visión de un fino tobillo de mujer o el sonido de una suave risa que sobrevuela los ruidos del día se convierten en punto de partida para el enamoramiento? ¿Por qué esos frívolos estímulos desatan la locura en un cerebro-cuerpo y en idénticas circunstancias dejan indiferente a otro cerebro-cuerpo? Si el acto de enamorarse llegara a recrearse en condiciones controladas, acabaría el drama del amante solitario, pero sería poner fin a una desdicha individual a cambio de una insufrible tragedia colectiva.
Por lo pronto, podemos seguir con el viejo, inopinado y dulce placer doloroso que es enamorarse, tal y como le sucede a Ştefan Valeriu en Mujeres (1933), del rumano Mijail Sebastian, seudónimo del periodista y novelista Iosif Hechter (1907-1945). Valeriu es un joven médico que acaba de rendir el último y agotador examen para ser residente en París y se retira a pasar el verano en un balneario alpino. Allí conoce a Marthe Bonneau, una mujer de alrededor de treinta años en compañía de su hijo, de unos veintitantos; a Renée Rey, la esposa de un francés tunecino, y a Odette Mignon, una muchacha todavía virgen, de dieciocho.
“Alta, tranquila, con rasgos firmes, con una sonrisa que no es una sonrisa sino un gesto de relajación en la cara”. Esta es la primera imagen que tiene Valeriu de la señora Bonneau y será suficiente apenas verla en la terraza, acompañada de su hijo, a quien toma en principio por su amante o acaso por un gigoló, para que su cerebro comience a segregar feniletilamina, una sustancia que obliga a producir dopamina, etcétera, etcétera. Presa del deseo de reciprocidad, sin poder concentrarse en la lectura durante las noches en que todos los huéspedes suelen coincidir en el salón principal y con esa fuerte reacción fisiológica que solo la causa la presencia del ser anhelado, Valeriu hace un intento audaz: irrumpe en la habitación de la señora Bonneau. Ella no se sobresalta, exhibe una tranquilidad prometedora, pero solo para disuadir al impetuoso médico con suaves frases, como si le hablara a su propio hijo, Marc. Tras ese y otros amagos, el enamorado hace una retirada estratégica (“empatía racionalizada”) y finalmente es la señora Bonneau quien se acerca a él, pero solo para hacerle saber, de manera críptica, lo que ella ha sentido y que no está tranquila en absoluto porque parte al día siguiente.
A Valeriu le quedan cuatro semanas de vacaciones por delante, que ahora lucen desiertas. Se siente ridículo y triste cuando Renée sale a su encuentro una noche en el jardín del hotel. Ella interpreta mal sus palabras mientras que él ve la posibilidad de olvidar a la señora Bonneau y así, entre un malentendido y la intención manipuladora de expresiones ambiguas, la esposa del hacendado tunecino cree ver confirmado su propio enamoramiento “y cae en sus brazos, buscando su boca, besándolo al azar, sin elegir, torpemente, como si no tuviera experiencia alguna”. Renée es una amante apasionada e imprudente, de quien Valeriu no podría haber sospechado que ardiera así cuando se la presentó su marido: “Es una mujer alta, delgada. No se le ven, en la oscuridad, más que los ojos. Una mano pequeña y fría que no dice nada”. Sin embargo, pronto comienza a cansarse de esa dama reprimida, que quiere vivir en París, lejos del calor y las incomodidades africanas, de modo que se distancia de ella y el marido no entiende por qué su esposa un día ya no quiere comer ni salir de la habitación, aunque el médico del hospedaje ha diagnosticado que enferma no está. “No tiene nada, pero está pálida; no tiene nada, pero no come; no tiene nada, pero se marea. Para ser la esposa de un granjero, se trata de una enfermedad demasiado sutil…”, se sorprende el señor Rey, un hombre simple, desconocedor de los síntomas del rechazo amoroso.
De todos en el hotel, solo Odette se ha dado cuenta de que Renée y Valeriu son amantes. Es una chica independiente, de padres divorciados, que ha vivido mucho tiempo sola. Se ha acercado a Valeriu, quien la ve como un chico, como un camarada, al que invitaría “a dormir por la noche en una cabaña, cada uno en un camastro, lejos del amor, de los desmayos y de las complicaciones psicológicas”. Ocurrirá, solo que de otra manera: al regresar de un largo paseo, cuando entra a su habitación, ve a Odette desnuda en su cama. Él no se sorprende, ella está tranquila, se saludan con familiaridad, él se desnuda, apaga la luz. “No se buscan el uno al otro en la oscuridad, no se pierden, no se hablan: todo es armonioso, como el crecimiento común de dos tallos. Y el grito de Odette, un solo grito, de dolor, de triunfo, de libertad, no los asusta ni a ella ni a él”. Al día siguiente Odette se marcha y poco después lo hará Renée, quedando grabadas en el joven médico la experiencia de tres posibilidades amorosas arquetípicas: el amor no correspondido, el amor pasional y el amor práctico.
En los siguientes capítulos de Mujeres, titulados con los nombres de cada una, Sebastian repasa otras manifestaciones del misterio. La del amor improbable, cuando Émilie Vignou, una chica retraída hasta lo indecible, fea, que parece hecha de madera y descoyuntarse a cada paso, se casa con Irimia C. Irimia. Émilie es la comparsa triste del grupo de amigas al que pertenece la novia de Valeriu; Irimia es un viejo compañero del instituto, un chico ensimismado, temeroso, de origen campesino, recién llegado a París tras graduarse de abogado en Bucarest, a quien Valeriu se encuentra por casualidad. Es 14 de julio y después de saludarse y ponerse rápidamente al día, Valeriu no ha podido despegarse de él, de manera que allí están, en el café d´Harcourt, celebrando la toma de La Bastilla. Todos bailan, gritan, beben, menos esos dos seres “rígidos, graves, un poco aturdidos, medio ausentes…”. El grupo hace crueles bromas sobre ellos, que se miran como enamorados, pero lo cierto es que sí, que están drogados más allá de la doble barrera que les impone su timidez y no hablar el mismo idioma.
Sigue Maria, amiga de Valeriu (ya de vuelta en Bucarest). Maria le escribe una larga carta luego de que este la sorprendiera con una declaración inesperada. Comienza a redactarla irritada, pero la misiva, más que un fuerte reproche, se convierte en una extensa confesión sobre la naturaleza de su relación con Andrei, también amigo de Valeriu. Andrei es atolondrado, espontáneo, creativo, tierno e infiel. Ella lo sabe, como todo el mundo en la ciudad, pero él siempre regresa tras sus aventuras y ella siempre lo acoge. Lo conoció cuando tenía un año de divorciada y al principio pensó que aquello no pasaría de ser una broma, pero ha terminado haciendo las concesiones inexplicables e injustificables para cualquiera que no está enamorado. Por otra parte, lo que Maria quería reclamarle a Valeriu era que había traicionado su amistad al revelarle un sentimiento que estropeaba todo entre ellos dos. No puede saber ella lo que afirmarían investigadores de la Universidad de Wisconsin en 2012, según me informo en la National Geographic: no es posible la amistad entre individuos de distinto sexo, “una de las partes, cuando no las dos, acaba por desarrollar en algún momento un grado distinto de atracción sexual. Según el estudio, hombres y mujeres tienen una percepción muy distinta de los mensajes que reciben del sexo opuesto”.
En el último capítulo de la novela, Valeriu (otra vez en París) se enamora de Arabella y su historia ilustra la variante del amor que comienza y termina sin estridencias. Se conocen en el circo donde ella trabaja como decorado femenino del número de los trapecistas. Con la naturalidad de una vieja pareja, esa primera noche la pasan juntos en casa de Valeriu y al día siguiente, con el mismo aire familiar, deciden vivir juntos. Entretanto, a él lo han despedido de su trabajo en una delegación médica rumana y cuando se les acaba el dinero, Arabella debe emplearse en un bar de las afueras de la ciudad, protagonizando cada día un lamentable show gimnástico. Con ello van tirando hasta que a ella le proponen cantar y luego todo despega: forman un dúo y tienen éxito, primero en el extrarradio de la ciudad, luego en el centro parisino y más tarde en varios países de Europa. Ella no canta del todo bien y él se las arregla con su elemental conocimiento del piano producto de viejas lecciones, pero explotan el cancionero del cambio de siglo y hay un público más que nostálgico de aquellos años, los últimos de la belle époque, aunque entonces la mayoría no lo supiera. Un día, en Ginebra, ambos coinciden con Beb, uno de sus antiguos compañeros circenses que siempre estuvo enamorado de Arabella y quien les cuenta que les va muy bien, ganan mucho dinero y viajan todavía más. Una vez de vuelta en el hotel, ella le pregunta como quien pide la hora: “Ştefan, ¿qué te parecería que me fuera con Beb?”. Más tarde, él la acompaña a la estación: “Hablamos de unas cuantas naderías hasta que llegó el tren. Nos dimos la mano, sin que hubiera nada heroico en ese gesto, con un infinito reconocimiento”.
Los cerebros de Valeriu y Arabella ya no estaban inundados de dopamina y concluyo que asimismo a los dos se les habían desactivado la ínsula y el núcleo estriado, pues de acuerdo con Jim Pfaus, de la Universidad de Montreal, “uno de los investigadores que más ha avanzado en el campo del estudio de las relaciones sexuales y el amor (…) la ínsula y el núcleo estriado del cerebro se activan tanto en el deseo sexual como en el amor romántico. Que el amor se localice en una determinada área del estriado, asociada con las adicciones a las drogas, podría explicar que el amor es realmente un hábito que está formado por un deseo sexual que se retroalimenta a través de una recompensa”.