top of page

Desprendimientos del ser

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • hace 5 días
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: hace 2 días

El hombre duplicado, de José Saramago (y El bigote, de Emmanuel Carrère)

¿Quién soy? Un organismo celular complejo hecho de polvo de estrellas, vale. Un ejemplar de la especie situada en la cúspide de la evolución, eso también. Una pieza —con mucha probabilidad menor y de fácil sustitución, visto que 1,5 % de la población detenta 47,5 % de la riqueza privada del mundo, según el Global Wealth Report 2024 de la institución financiera suiza UBS— en el mecanismo triturador del modo de producción capitalista, cierto. La encarnación de la única oportunidad dada para determinar dónde se pasará la vida espiritual eterna, como enseña la cristiandad, quizá. Una entidad autoconsciente, única y no intercambiable, ni en términos biológicos ni sociales, que conserva la igualdad consigo misma a lo largo del tiempo, pese a incesantes cambios internos y de contextos, por supuesto.

 

Tertuliano Máximo Afonso había comenzado a dudar de esto último mientras veía, en la sala de su casa, una comedia alquilada en la tienda de videos. “Soy yo”, dijo, arrodillado, con la nariz casi pegada al televisor, mientras sentía erizado el pelo de todo el cuerpo. Era una afirmación sin fundamento porque lo que la imagen congelada en la pantalla le estaba revelando era justo la posibilidad improbable, y más que eso absurda, de que él, casi cuarentón, profesor de Historia en un instituto de educación media, divorciado sin que recordara el porqué de su separación ni, en primer lugar, la razón de su malogrado matrimonio y propenso a deprimirse, no fuera quien todos estos años había creído ser. Solo un poco más tarde, cuando se levantó para buscar viejas fotografías suyas a fin de compararlas con la imagen que permanecía en pausa, formuló lo que se correspondía con el fenómeno que se estaba manifestando allí y del cual, sin que nada en su gris vida de profesor hiciera presuponer, siquiera sospechar o intuir algo así, era protagonista: “Seré de verdad un error, se preguntó, y, suponiendo que efectivamente lo sea, qué significado, qué consecuencias tendrá para un ser humano saberse errado”. La agotadora sorpresa y la fatiga del día lo entregaron a un breve sueño en el sofá, pero al despertar se repetía: “Qué es ser un error”.

 

¿A quién podía preguntarle? ¿A María Paz?, la mujer que decía amar pero con quien mantenía una relación ambigua, más inclinada, por parte de él, a la ruptura que a la consolidación del vínculo, y a la que trataba con cierta condescendencia porque era solo una empleada de banco. ¿A Carolina Afonso, su madre? ¿Al colega de Matemáticas?, quien le recomendó la película con la mejor de las intenciones porque había pensado que lo ayudaría a animarse un poco. De momento, no le plantearía su tormento a ninguno de ellos, pues Tertuliano decidió que antes, por sí mismo, iba a intentar desentrañar aquello que le había ocurrido y que parecía, ni más ni menos, uno de esos planes inescrutables a los que con tanta frecuencia se entrega el Destino.

 

Alguien de talante más reflexivo que el protagonista de El hombre duplicado (2002), de José Saramago, habría empezado por adentrarse un poco, guiado por una autorizada obra divulgativa, rigurosa y amena como las que se deben a Fernando Savater, por ejemplo, en el pensamiento filosófico, donde abundan las tentativas de respuestas a qué somos desde el punto de vista metafísico: una sustancia inmaterial, un alma, o una colección de estados mentales; solo una parte de nuestro cuerpo (el cerebro) o una entidad cuatridimensional desplegada en el espacio-tiempo, existente en diferentes instantes temporales; o no somos nada porque la realidad es que no existimos, entre varias más.

 

Si no tanto, como mínimo habría hecho una pequeña indagación sobre qué es ser persona. Imposible recomendarle la lectura de La enfermedad del olvido. El mal de Alzhéimer y la persona (2022), donde el filósofo catalán Norbert Balbeny explora un concepto ético de lo que significa ser persona, en contraste con el reduccionismo que considera al sujeto solo a partir de su condición física, psicológica o jurídica, porque para su tiempo no se había publicado, pero allí habría leído: “Persona es todo individuo humano en tanto que ser humano, capaz de subjetividad y poseedor de un valor incondicional de dignidad, con independencia de cualquier otra condición, rasgo o circunstancia”. Así, pues, una persona tiene un sustrato ontológico: “se trata de un ser, un ser vivo de la especie humana”; es, al mismo tiempo, la expresión de “una forma de ser individual. Cada persona es única; es algo más que ser ‘distinta’ a los demás”. Por último, a la persona le corresponde una atribución de dignidad, “un valor que nos concedemos ante todo por el hecho de ser humanos y porque creemos en ello nos confiere el derecho a ser respetados como un fin en sí mismo”. De lo que hubiese seguido que aun siendo un error, como temía, no dejaría de ser persona.

 

Pero Tertuliano no era de esa pasta, así que en lugar de ir a una biblioteca pública, regresó a la tienda de videos y pidió al empleado todas las películas de la productora de la comedia que acababa de visionar. Pese a lo dicho, resulta justo anotar, para no escatimarle cualidades intelectuales, que Tertuliano sí reflexionaba, solo que sin salirse de su especialización profesional. Cada vez que tenía oportunidad, postulaba que la Historia debería enseñarse de adelante hacia atrás y no como era costumbre, de atrás hacia adelante: “… hablar del pasado es lo más fácil que hay, todo está escrito, es sólo repetir, chacharear, conferir en los libros lo que los alumnos escriban en los exámenes o digan en las pruebas orales, mientras que hablar de un presente que cada minuto nos explota en la cara, hablar de él todos los días del año al mismo tiempo que se va navegando por el río de la Historia hasta sus orígenes, o lo más cerca posible, esforzarnos por entender cada vez mejor la cadena de acontecimientos que nos ha traído donde estamos ahora, eso es otro cantar…”.

 

El profesor de Historia sintió resquebrajada su identidad personal porque vio a alguien igual a él en la pantalla de su televisor, un actor que era su réplica personificando en una comedia a un recepcionista de hotel y que luego, como comprobaría con el visionado de más películas, tendría por varios años otros papeles, todos secundarios, poco más que de extra, como portero de cabaré, cajero de banco o fotógrafo policial. Era verdad que el actor lucía bigote y él no, pero eso era ahora, porque hace cinco años, que era el tiempo transcurrido desde el estreno de la comedia, Tertuliano también llevaba bigote y una fotografía suya no había hecho más que reconfirmar el asombroso parecido. “Lo que más me confunde, pensaba con esfuerzo, no es tanto el hecho de que este tipo se me parezca, de que sea una copia mía, un duplicado, podríamos decir (…) lo que me confunde no es tanto eso como saber que hace cinco años fui igual al que él era en ese momento, hasta bigote usábamos, y todavía más la posibilidad, qué digo, la probabilidad de que cinco años después, es decir, hoy, ahora mismo, a esta hora de la madrugada, la igualdad se mantenga, como si un cambio en mí tuviese que ocasionar el mismo cambio en él, o, peor todavía, que uno no cambie porque el otro cambió, sino porque sea simultáneo el cambio, eso sí sería darse con la cabeza en la pared”.

 

Esa confusión, sin embargo, no era el fondo del abismo. Tertuliano se había propuesto conocer en persona al actor, sí, pero no para despejar la incógnita de la sincronía en los cambios que experimentaron ambos, ni siquiera para corroborar que seguían siendo idénticos, sino para resolver el enigma esencial de aquella formidable dupla: “A Tertuliano Máximo Afonso le desasosiega ahora la posibilidad de que sea él el más joven de los dos, que el original sea el otro y él no pase de una simple y anticipadamente desvalorizada repetición”, dice el narrador de “este extrañísimo, singular, asombroso y nunca antes visto caso del hombre duplicado, lo inimaginable convertido en realidad, lo absurdo conciliado con la razón, la demostración acabada de que a Dios nada le es imposible y que la ciencia de este siglo es realmente, como dice el otro, tonta”.

 

La misión de encontrar a sus sosias la iba a cumplir en secreto. Tertuliano debía esquivar los ocasionales comentarios del colega de Matemáticas, quien le hacía notar que lo encontraba distinto desde que le recomendara la comedia, aunque no le había dado mayor importancia a su semejanza con el recepcionista del hotel, después de todo es cosa sabida que los tipos en la naturaleza pueden ser innumerables mas no infinitos, de modo que siempre existe la posibilidad de hallar dos personas parecidas entre sí. Ocultárselo a María Paz sería más difícil, porque necesitaría su ayuda y no tendría más remedio que mentirle, cuando él ya se había visto en la obligación de reconocer en ella a alguien de mente despierta y singular inteligencia, así como poseedora de una aguda intuición, casi tan poderosa esta última como la que solo tiene una madre con respecto a un hijo: algo te pasa, le soltó Carolina Afonso cuando Tertuliano la llamó, como hacía todas las semanas para saber de ella, después del visionado de la comedia.

 

El personaje de Saramago ya soportaba suficiente peso, aplastante incluso, debido a la pregunta “quién soy”, como para aumentar la fuerza gravitatoria sobre su desconcertado ser con el “quién eres tú” de los otros. “Después de todo, el peliagudo meollo de la identidad, la contestación a la pregunta ‘¿quién soy yo?’ y, lo que es todavía más importante, la credibilidad continuada de cualquiera que sea la respuesta que se dé a semejante pregunta, no se puede formular a menos que no se haga referencia a los vínculos que conectan al ser con otra gente y se asuma que dichos vínculos permanecen estables y se puede confiar en ellos con el paso del tiempo”, recuerda Zygmunt Bauman en Identidad. Conversaciones con Benedetto Vecchi (2005).

 

La identidad personal, como todo constructo social y cultural, no es inmutable, es una relación con los otros en la que el sujeto está, a lo largo de toda su existencia, resolviendo la tensión entre lo que él espera de sí mismo y lo que los otros esperan de él. “La identidad no es estática, ni fija. Está en permanente transformación, ya sea por las mutaciones que operan en el entorno y/o los cambios realizados por el propio sujeto, como por los relatos que el sujeto construye sobre su trayectoria vital”, escribe María Isabel Toledo Jofré, profesora titular de la Facultad de Psicología de la Universidad Diego Portales (Chile) en el artículo “Sobre la construcción identitaria” (revista Atenea, Chile, 2012). No quién soy, sino quién estoy siendo, sería entonces una formulación más precisa de la cuestión.

¿Estaba sufriendo alguna suerte de alucinación, se encontraba a las puertas de una depresión nerviosa? O, por el contrario, era Agnès la que ameritaba la atención de un psiquiatra. Ahora él veía en ella de forma retrospectiva algunos signos de una conducta desequilibrada

A diferencia de la suerte decidida por el Nobel portugués para Tertuliano Máximo Afonso, el francés Emmanuel Carrère bamboleó al protagonista de El bigote (1986) entre los dos polos durante 184 páginas.

 

—¿Qué dirías si me afeitara el bigote? —le preguntó a su esposa, Agnès.

 

—Sería una buena idea.

 

No lo fue.

 

Él se rasuró el bigote mientras ella bajó al supermercado antes de que llegara la hora de salir a cenar con sus amigos Véronique y Serge. En ese punto, su piel no había sentido el contacto del aire desde hacía 10 años y llevaba un lustro casado con Agnès, así que cómo era posible que ella, al regreso de la compra, no hubiera mostrado el menor signo de sorpresa ante su nueva apariencia, cuando era evidente un parche pálido en su cara bronceada. Ni siquiera una levísima sonrisa de que se había dado cuenta del cambio y había decidido devolverle la broma fingiendo indiferencia. Más tarde, durante la cena, los cuatro hablaron de esquí, nuevas películas, cosas de sus respectivos trabajos…, ni una palabra sobre su rostro y eso que él coló algunas referencias directas al tema, como la mención de los bigotes pintados por Duchamp a La Gioconda.

 

Agnès le estaba jugando una broma y tenía la complicidad de sus amigos, pensó, pero ya de regreso en su casa quiso hablar en serio y su esposa insistía en un gap que estaba dejando de resultar gracioso. Es más, lo estaba irritando, aunque ella “parecía tan desconcertada, y hasta disgustada, que se preguntó por un instante si no sería sincera, si no podía ocurrir que, por alguna razón increíble, no hubiera notado nada”. Nunca has llevado bigote, le dijo Agnès y, tras la discusión que sostuvieron, le confesó que si él hubiera insistido en lo contrario, habría tenido miedo. Con todo, él llamó a Véronique esa madrugada para que admitiera su participación en la jugada y le mostró a Agnès las fotos de cuando estuvieron de vacaciones en Java: aparecía bigotudo. “¿Qué pretendes probar?”, fue todo lo que obtuvo por respuesta y se fue a dormir.

 

Al día siguiente, ni Jérôme ni Samira, sus colegas en el estudio de arquitectura donde trabajaba, comentaron nada al verlo. El espejo, con la sinceridad que caracteriza a estos objetos, lo reflejaba sin bigotes y también contaba con el testimonio de sus dedos trémulos, pero nadie más lo notaba. Fue todavía más sorprendente el resultado de su experimento callejero, cuando se hizo pasar por ciego y le pidió ayuda a una desconocida para que, por favor, comprobara si el carné de identidad o la licencia de conducir que supuestamente acababa de encontrarse correspondía a un transeúnte cualquiera o era de un amigo con quien recién estuvo. Debe estar equivocado, le dijo la mujer, el de la fotografía es usted: un hombre con bigote. “¡Pues yo no lo llevo!”, casi le gritó. “¡Claro que sí!”, y como él insistió un poco más, ella lo amenazó con llamar a la policía. Ya en su casa, aún consideró que la mujer pudiera no haber visto bien o tomara por bigote los pelillos que reaparecían sobre su labio superior.

 

¿Estaba sufriendo alguna suerte de alucinación, se encontraba a las puertas de una depresión nerviosa? O, por el contrario, era Agnès la que ameritaba la atención de un psiquiatra. Ahora él veía de forma retrospectiva algunos signos de su conducta desequilibrada. “Su mala fe chispeante, su afición exagerada a la paradoja (…) la doble personalidad, tan dueña de sí durante el día, con terceros, y sollozante de noche entre sus brazos, como una cría”. Se convenció de ello cuando, durante una cena en un restaurante, le pidieron su cédula de identidad para procesar su cheque y ella intentó borrar el bigote de su foto. Humedeció su índice derecho y frotó la imagen; como no dio resultado, la raspó con algo que sacó de su bolso: ¿ignoraba él que era ilegal falsear ese documento? Sin embargo, volvió al punto de partida luego de que habló con Jérôme para confiarle sus sospechas sobre Agnès y pedirle ayuda: no, él nunca había tenido bigote, no en todos los años desde que se conocían y trabajaban juntos.

 

Las fotos de Java desaparecieron; es más, nunca habían estado en Java. Agnès no conocía a Véronique ni a Serge: el jueves pasado fueron al cine, no a cenar con esas personas. Su padre murió un año atrás, de modo que su esposa llamó a su madre, no a sus padres, para decirle que no irían a su casa, ubicada en una dirección parisina que él no pudo localizar… “Su lugar ya no estaba entre los suyos”, se resignó en Hong Kong, a donde huyó tras convencerse de que el mundo había sufrido un desajuste del que él era el único testigo.

 

El personaje de Carrère, como siglo y medio antes el coronel Chabert, de Balzac, ilustra lo advertido por el escritor austríaco Max Frisch (citado por Bauman), quien “definió la identidad como el rechazo de lo que los otros quieren que seas”.

 

bottom of page