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Disfrazado de vivo

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 11 mar
  • 2 Min. de lectura

300 palabras sobre Perorata del apestado, de Gesualdo Bufalino




En la Rocca, a pocos kilómetros de la ciudad, están los condenados. Con las cavernas horadadas en sus pulmones por el hambre, la guerra y el frío, él ha llegado con poco equipaje: un par de libros y un revólver descargado, un puñado de recuerdos y las cartas de una mujer muerta. En su pabellón, la mayoría son repatriados o antiguos soldados, como él mismo, aunque en otras alas hay niños y mujeres: no importa la edad ni el género, todos allí ya están separados de la vida por un canal de aguas muertas. Sin embargo, conoce a Marta y con ella construye un paréntesis ilusorio: “… intentemos dar un sentido a nuestra sentencia”. A los internos, si pasan la evaluación, les permiten salir, un paseo anhelado pese a que no deja de generarles un sentimiento de falsedad. “Han apresado a un contrabandista (…) Y a nosotros que vivimos de contrabando, y que transportamos de contrabando una muerte, nadie nos persigue”, le escucha a Marta, con quien ha presenciado un arresto en el muelle. Marta no sobrevive, como tampoco ninguno de sus conocidos, solo él, que veinticinco años después de su salida de la Rocca, cuando siente el gusto de la sangre en la garganta, se apresura a escupir sobre la palma de su mano. La suya no entra en lo que se conoce como una “experiencia cercana a la muerte”, referida a quienes, por unos segundos o unos pocos minutos, han estado muertos clínicamente. Pero, ¿no se experimenta asimismo el desalojamiento final cuando la infección de la idea de la muerte ha llegado al corazón? “Heme aquí en el campamento enemigo, disfrazado de vivo…”, dice el protagonista de Perorata del apestado (1971), del italiano Gesualdo Bufalino, mientras camina en medio de los limpios, atléticos e inmortales de la calle.

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