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El fango de la percepción

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 2 mar
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 28 abr

La intromisión y otras novelas de Muriel Spark



Fleur Talbot está escribiendo su primera novela. De momento, ignora que se trata de una obra realista. En rigor, no como la que por tal se tuvo en el siglo XIX, cuando, en oposición al idealismo y el sentimentalismo románticos, afloró una narrativa anhelante de objetividad, deseosa de calcar el mundo en sus páginas y cuyo extremo fue el naturalismo de Émile Zola. “… la novela experimental es una consecuencia de la evolución científica del siglo; continúa y completa la fisiología, que a su vez se apoya en la química y en la física; substituye el estudio del hombre abstracto, del hombre metafísico, por el estudio del hombre natural, sometido a las leyes físico-químicas y determinado por las influencias del medio ambiente; es, en una palabra, la literatura de nuestra era científica, al igual que la literatura clásica y romántica ha correspondido a una era escolástica y teológica”, postuló el escritor francés en Le roman expérimental (1880).

 

Más bien, Warrender Chase, que Talbot escribe en 1949, es realista en el sentido que anotará Mario Vargas Llosa cuatro décadas después en La verdad de las mentiras: porque narra sucesos que los lectores pueden reconocer como posibles a través de su propia vivencia de la realidad. Solo que en el caso de la joven escritora que protagoniza La intromisión (1981), de Muriel Spark, no son sus lectores —inexistentes aún—, sino ella misma quien experimenta el efecto de realidad de su propia ficción.

 

Talbot solo ha publicado hasta ahora ocho poemas en revistas marginales y la escritura de la novela ocupa la parte más singular de su imaginación y la más dulce de su mente: “Es como estar enamorada”. No quiere hacer otra cosa más que escribir, pero un vistazo a su pobre habitación —una cocinilla a gas, la cama para dormir, la mesita para escribir y comer, un lavabo, dos sillas para sentarse o colgar la ropa lavada, un cajón de naranjas como despensa…— le recuerda que debe, en lo inmediato, trabajar en lo que salga y así, empujada por la necesidad, acepta emplearse en la Asociación Autobiográfica, cuyos miembros escriben sus biografías con absoluta franqueza. Los textos solo serán publicados dentro de setenta años, cuando será más que seguro que no quedará vivo ninguno de los mencionados en ellos.

 

“Creo que a usted no le costará nada rectificar cualquier falta o incorrección en cuanto a forma, sintaxis, estilo, caracterización, imaginación, color local, descripción, diálogo, construcción y otros aspectos menores. Deberá pasar a mano estos manuscritos en forma altamente confidencial y, si cumple esta tarea a mi entera satisfacción, más adelante se le permitirá estar presente en algunas de nuestras sesiones y tomar apuntes”, la instruye sir Quentin Oliver, líder de la Asociación, integrada por sir Eric Findlay, lady Bernice Gilbert, la baronesa Clotilde du Loiret, una señora llamada Wilks, la señorita Maisie Young y el sacerdote Egbert Delaney, con edades entre los treinta que ronda Young y los alrededor de cincuenta y cinco de Wilks. Cuando acude a la primera reunión, ya se han retirado un farmacéutico, un general, una maestra de escuela y la amiga que la recomendó para el puesto: su biografía le parece tan interesante que piensa publicarla. En cambio, poco después se agrega Dottie, con quien Talbot mantiene una relación de amistad extendida, para llamarla de algún modo: es la dócil y sufrida pareja del poeta Leslie, amante intermitente de la aspirante a escritora, relación que Dottie conoce.

 

Los manuscritos, aparte de tener en común la nostalgia, un delirio de persecución y el deseo de sus autores de parecer personas simpáticas, son aburridos. Parecen escritos por gente más o menos analfabeta, valora ella, que hace agregados para darles algún atractivo, como la escena de la niñera de Findlay —caballero del Imperio Británico— haciendo el amor con el mayordomo sobre el caballo de madera del pequeño Eric. Talbot —quien de seguro hubiese suscrito otra apreciación de Vargas Llosa: “No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo”— busca inspirarlos para que escriban ficciones sobre ellos mismos, es la forma de crear algo auténtico con ese material tan pobre; piensa que lo contrario, inducirlos a expresarse como en la vida real, da como resultado lo falso. “¿Qué es la verdad? Podría haber dado mayor realismo a todos con mis chistes y mis juegos sobre la historia de sus vidas (…) Cuando alguien me dice que en su vida no sucede nada, yo le creo. En cambio, debe comprenderse que al artista le sucede todo. El tiempo se recobra siempre, nada se pierde y los milagros nunca terminan”. Es la veta más estimulante de sus tareas en la Asociación, pero sir Quentin considerará en un punto que ya ha intervenido bastante y le quitará los manuscritos: en adelante, se ocupará de otros asuntos.

 

Talbot lleva años escribiendo su novela y para cuando comienza a trabajar en la Asociación Autobiográfica, cuyos integrantes, además de su incapacidad literaria, comparten su debilidad de carácter, ya el personaje principal lo tiene trazado. Warrender es un “puritano sádico”, que ha tenido el capricho de reunir a varias personas distinguidas por su insensatez y debilidad y sobre quienes se ha dedicado a “cultivar y nutrir con toda minuciosidad un sentido de culpa terrible e irreal”. En su boca, la palabra de Dios es un instrumento de terror, siendo cuatro mujeres de su grupo de oración sus mayores víctimas, porque es un misógino. Su protagonista ha creado un mito alrededor de su persona, se le considera un místico, pronuncia discursos en universidades, escribe cartas al Times de Londres… Ni siquiera ella sabe de dónde ha sacado el personaje, no se parece a nadie que conozca. Lo que sí hace es tomar algunos rasgos de Beryl Tims, asistente personal de sir Quentin, y de la madre de este, Edwina, para caracterizar a sus imaginarias Charlotte y Prudence. A este respecto, ha procedido como en general cualquier escritor, que para forjar sus personajes suma la experiencia de los demás y el potencial de su propia identidad.

 

Al igual que Warrender, la historia evocada en su novela también está formada para ese momento. Talbot recuerda con precisión la frase génesis: “Allí estábamos todos reunidos en el salón, esperándolo”, oída mientras cenaba sola en un restaurante de Kensington High Street y estaba entregada a su ocupación particular, escuchar el diálogo de la mesa de al lado. Así que está segura de que ni los miembros, los oscuros hechos y las intrigantes relaciones al interior de la Asociación influencian su escritura, pero ha comenzado a parecerle que sucede lo contrario. Cuando destruye lo que ha escrito Dottie para su autobiografía—una confesión sobre Leslie y los sufrimientos de ella—, argumentándole lo peligroso que resulta hacer revelaciones verídicas como aquella, no puede explicarle el porqué de esa advertencia: “Le dije que podría explicárselo cuando hubiese escrito unos capítulos más de mi novela Warrender Chase”. Su amiga no entiende la relación entre una cosa y otra, y puede que la propia Talbot tampoco lo tenga claro: “Es la única manera por la que puedo llegar a una conclusión sobre lo que sucede en casa de sir Quentin. Tengo que elaborarlo a través de mi propia creatividad. Debes seguir mi instinto, Dottie. Te advertí que no te entregaras”.

 

El amor inconfesado de Beryl Tims por sir Quentin —lo mismo que el de Charlotte por Warrender— y el suicidio de lady Bernice Gilbert —como el de un personaje de Warrender Chase— son ejemplos del territorio de límites indistinguibles entre realidad y ficción que atraviesa Talbot. Un plano borroso que se desdibuja todavía más cuando desaparece el manuscrito de su novela y Talbot, durante sus acciones para recuperarlo, relee los manuscritos, encontrando que esta vez han sido enriquecidos con pasajes completos de su obra. Para ese entonces, ya una editorial ha rechazado su novela por reflejar demasiado la vida real, porque sus personajes han sido sacados, apenas sin variación, de la Asociación Autobiográfica.  

 

“Con frecuencia me preguntan de dónde saco las ideas para mis novelas. Solo puedo decir que mi vida es así, que se vuelve una experiencia más de ficción, reconocible únicamente por mí. Y parte de mi indignación porque me acusaran de difamar a la Asociación Autobiográfica era esto: que aun si hubiese inventado los personajes después y no antes de haber comenzado a trabajar para sir Quentin, aun si hubiese sido impulsada a retratar a esa pobre gente en la ficción, no habrían sido reconocibles, ni siquiera para ellos mismos, y aun en este caso nunca se habría planteado la calumnia. Dentro de lo que soy, soy una artista, no una periodista”, se defiende Talbot, en cuya voz se escucha a la escritora escocesa: “A veces me encuentro con mis personajes o personas similares en la vida real después de haber escrito la novela. Esto es espeluznante”, le escribió Spark en una ocasión a Stephen Schiff, de The New Yorker.

 “Colmaré sus jóvenes cabezas de viejas sabidurías (…) Todas mis alumnas son la créme de la créme”

Si el lector solo tiene tiempo para una sola obra de Spark, quien escribió veintidós novelas, en la página web de The Booker Price le recomiendan escoger La plenitud de la señorita Brodie (1961), la mejor de acuerdo con la crítica y, en cualquier caso, la más conocida, con varias adaptaciones para teatro, televisión y cine, como la película La sonrisa de Mona Lisa (2003), protagonizada por Julia Roberts. La señorita Brodie, en la Edimburgo de los años treinta del pasado siglo, en la Escuela Marcia Blaine, era una maestra de primaria heterodoxa. “Para mí, la educación es sacar lo que ya está dentro del alma de una alumna. Para la señorita Mackay, es poner dentro del alma algo que el alma no tiene, y a eso yo no lo llamo educación, lo llamo instrucción”, le explicaba a su grupo de seis niñas preferidas: Monica Douglas, dotada para las matemáticas y de un temperamento irascible; Rose Stanley, nimbada por un atractivo sexual por entonces inocente; Eunice Gardner, continente de un vigor gimnástico; Sandy Stranger, de ojos tan pequeños como ranuras, que sería la futura sor Helena de la Transfiguración y famosa autora de un tratado sobre la naturaleza de la percepción moral; Jenny Gray, mejor amiga de Sandy y quien soñaba con ser actriz; finalmente, Mary McGregor, el bulto silencioso y desdeñado de aquel conjunto bautizado como el grupo de Brodie cuando dejaron la escuela y pasaron a la secundaria en la propia Marcia Blaine.

 

A sus predilectas, la señorita Brodie las invitaba a su casa a tomar el té y les hacía confidencias de su vida amorosa (su novio, Hugh Carruther, había muerto en la Gran Guerra una semana antes del armisticio). Con ella, las niñas visitaban museos y galerías de arte, se aventuraban por la parte más sórdida de la ciudad… Todos los días, antes de la salida, Brodie les recitaba poemas para que regresaran a sus casas con el espíritu elevado. “Colmaré sus jóvenes cabezas de viejas sabidurías (…) Todas mis alumnas son la créme de la créme”, les repetía. Brodie no seguía el plan de estudios, como el profesor Tom Crick de El país del agua (Graham Swift, 1983), quien, en lugar de apegarse al programa docente, les contaba a los alumnos la historia de su familia en los Fens, una región plana en continua lucha contra las aguas de dos ríos que se empeñan en inundarla. El director era incapaz de comprender cómo, hablando de unas gentes supersticiosas, inducidas a la melancolía, la autodestrucción, el alcoholismo, la locura y la violencia por vivir en una región pantanosa y llana de una forma tan monótona y absoluta, podía enseñarse a nadie la historia, y menos de una forma que tuviera relaciones prácticas y directas con el mundo.

 

Tanto como el director de la novela de Swift, la señorita Mackay no entendía y mucho menos apoyaba la teoría pedagógica de la señorita Brodie, y por años dedicó vanos esfuerzos a procurar su renuncia. “Niñas, prestad atención. La plenitud es ese momento en que se realiza aquello para lo que nacimos”, les decía, y su propósito vital era servir de guía a sus pupilas para que se diferenciaran de la mediocridad que las rodeaba. Las eligió porque vio en ellas algún potencial, pero también porque sus padres eran bastante cultos como para no cuestionar su método o muy tontos para darse cuenta de que en la conservadora escuela femenina no se le estaba educando de la forma esperada.

 

“No hay que suponer que la señorita Brodie era la única que estaba viviendo el punto álgido de su plenitud ni que (dado que tales asuntos son relativos) había perdido de algún modo la cabeza. Estaba sola, simplemente, porque enseñaba en una escuela como la de Marcia Blaine. En la década de los treinta había legiones de mujeres como ella, mujeres de treinta años para arriba que distraían su afligida soltería, debida a la guerra, con viajes que les revelaban ideas nuevas y disciplinas prácticas en torno al arte, la asistencia social, la enseñanza o la religión”.

 

Sus únicos aliados eran los dos hombres del profesorado: Gordon Lowther, el maestro de canto, y Teddy Lloyd, el docente de dibujo tanto en la primaria como en la secundaria de Marcia Blaine, con quienes formó un triángulo amoroso. La señorita Brodie confiaba en que su plenitud duraría hasta sus sesenta años, pero finalizó antes, en 1946, cuando ella contaba cincuenta y seis. En 1939, la señorita Mackay al fin había logrado forzar su dimisión, no por motivos sexuales, sino por razones asociadas a aquella fotografía que trajo de uno de sus viajes a Italia: en la imagen se veía a los camisas negras marchar sobre Roma.

 

La plenitud de la señorita Brodie se emparenta con La intromisión porque la levantisca maestra, tanto como sir Quentin Oliver, alberga una ambición de dominio sobre los demás. A las niñas del grupo de Brodie no les ha dado una droga, como la Dexedrina que prescribe sir Quentin a sus acólitos, pero sí ha procurado moldear con apego a sus intereses el carácter de las niñas, brindándoles enseñanzas y experiencias que, si bien apuntan a hacerlas destacar sobre el común de las mujeres de su tiempo, también cimentan en ellas un apego sumiso a su preceptora: “De nuevo se me ha sugerido que debería solicitar un puesto en una de esas escuelas progresistas, donde mis métodos resultarían más apropiados que en Blaine. Pero yo no solicitaré ningún puesto en una escuela elitista. Me quedaré en esta fábrica educativa. Por fuerza tiene que haber al menos una niña a la que yo le sirva de levadura. Dadme una niña que esté en una edad influenciable y será mía de por vida”.

“¿No sienten asco, alguna vez, por lo que hice? —le había preguntado Lucky a Benny en una de esas ocasiones—. ¿Ninguno de ustedes se horroriza? Porque, cuando miro hacia atrás, yo mismo me horrorizo”

Apartado de las sugerencias de The Price Booker —cuya guía de lectura sobre la escritora escocesa incluye, entre otras, El asiento del conductor (1970) y Memento mori (1959)—, seguí con Los encubridores (2001), una novela en la que Spark vuelve a perturbar la superficie ilusoria de las apariencias para remover el lecho fangoso en el que es difícil distinguir tanto lo empírico de lo imaginario, como lo verdadero de lo falso.


—Primero —dijo— debo informarle que la policía me busca por dos cargos: asesinato e intento de asesinato. Me han buscado por más de veinte años. Soy el desaparecido lord Lucan.

 

(…)

 

—Supongo —dijo el hombre que en ese momento estaba sentado en su oficina— que conoce mi historia.

 

Quién no la conocía. En 1974, el séptimo conde de Lucan había asesinado a la niñera de sus hijos por error, pues en realidad quería matar a su esposa, quien en aquella fatal confusión solo sufrió heridas en la cabeza. Egocéntrico y aburrido, sexualmente violento y ludópata, fracasado y en bancarrota, su vida estaba regida, según Joseph Murray, un antiguo compañero de universidad, por una proposición: “Soy lord Lucan, soy un aristócrata, por lo tanto puedo hacer lo que quiera, soy impune”.

 

Escapó, en efecto, porque la aristocracia conservaba su poder intimidatorio, pero sobre todo por la complicidad de sus amigos, quienes, como Benny Rolfe, le proveían suficiente dinero al año para mantener su huida.

 

—¿No sienten asco, alguna vez, por lo que hice? —le había preguntado Lucky a Benny en una de esas ocasiones—. ¿Ninguno de ustedes se horroriza? Porque, cuando miro hacia atrás, yo mismo me horrorizo.

 

—No, querido amigo, fue un trabajo mal hecho, como cualquier otro. No deberías dejar que una cosa así pese en la conciencia.  

 

La que escuchaba era Hildegard Wolf, reputada psiquiatra que ejercía en París. El problema que se le presentaba era que a su consulta ya había acudido otra persona afirmando ser el fugitivo lord Lucan y ambas, en efecto, tenían la apariencia física que evocaba de manera convincente al aristócrata que, dos décadas más joven, había aparecido en todos los diarios. Wolf no llevaba una vida regida por la rectitud ética, pero aun así comprendía que era imposible tener a ambos como pacientes. Uno y otro lord Lucan le advirtieron que no tenía salida, pues los dos conocían que, a su vez, Wolf no era quien en los últimos doce años afirmaba ser en la capital francesa.

 

Quién es en realidad Hildegard Wolf lo revela Spark en el cuarto capítulo, mientras que la ambigüedad sobre la identidad de lord Lucan se disuelve en el número trece. Pero la tensión narrativa no reside tanto en saber quién es quién como en asistir al tejido de debilidades oficiales y complicidades de clase que hicieron posible la impunidad del asesinato de Sandra Rivett, una joven de 29 años, hermosa y alegre.  Los dieciocho capítulos de Los encubridores no son los de una novela negra, sino los de una historia para no perder de vista cómo los poderosos establecen “la verdad” y la hacen prevalecer, si se juzga porque lord Lucan parecía ser avistado en muchos lugares pero no fue apresado en ninguno: lo declararon oficialmente muerto en 1999.  

 

El diálogo entre lord Lucan y Benny Rolfe finaliza así:

 

—Pero ¿y si hubiera matado a mi mujer?

 

—Entonces no hubiera sido un trabajo mal hecho, un error. No serías el de la mala suerte.

 

—Pienso en la niñera. Tenía mucha sangre. Litros y litros. La sangre chorreaba por todas partes. Yo chapoteaba en la oscuridad. ¿No leíste sobre la sangre en los diarios?

 

—Sí, para serte sincero. Quizás las niñeras asesinadas tienen más sangre para derramar que las mujeres de clase alta, ¿no te parece?

 

—Yo pienso exactamente lo mismo —había dicho lord Lucan.


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