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Humanidad vaciada

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 20 abr
  • 15 Min. de lectura

Actualizado: 28 abr

La perfección del tiro y Desertar, de Mathias Enard




Norman Ellison es un muchacho que lleva solo ocho semanas en el ejército y fue entrenado para escribir sesenta palabras por minuto, no para accionar un arma. Pero ahí está, designado como ayudante de conductor en un tanque Sherman que avanza por Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. En su primer encuentro con el enemigo, no dispara a un niño-soldado nazi y su inacción cuesta la vida a toda la tripulación de otro blindado. Ahora, luego de que acaban con nidos de ametralladoras alemanas, su comandante, el sargento primero Collier, un veterano de las campañas de África, Francia y Bélgica, le ordena que le dispare al prisionero que tiene al frente, arrodillado y de espaldas, singularizado entre los vencidos porque viste un abrigo del ejército estadounidense:

 

—No me sirves para nada si no puedes matar alemanes. Hazle un agujero en la espalda.

 

—No.

 

—¿Por qué diablos no?

 

—No está bien.

 

—No venimos a hacer lo que está bien. Venimos a matarlos. ¿Qué haces tú aquí? Estás para matarlo. ¿Sabes por qué está aquí? Está aquí para matarte…

 

—¡Váyase al diablo!

 

—Te estoy enseñando algo. ¿Quieres que me maten?

 

—No.

 

—¿Vas a hacer que me maten?

 

—No.

 

—¡Necesito que cumplas! ¡Hazlo de una vez!

 

—¡No puedo!

 

—Sí puedes. Yo sé que puedes. Él te mata o tú lo matas. Cálculo elemental. Tú o él. ¡Elige!

 

—¡Máteme! ¡Máteme! Por favor… ¡No puedo!

 

Esta escena de Fury (Corazones de hierro, 2014), del guionista y director estadounidense David Ayer, impacta porque se aparta de lo usual en la vasta producción bélica de Hollywood sobre la Segunda Guerra Mundial, que ha moldeado nuestra imaginación sobre esa conflagración y según la cual los soldados estadounidenses, alemanes y japoneses no dudaban en disparar a su enemigo. La realidad, sin embargo, fue que la reticencia a matar no era excepcional y que hubo muchos Ellison, tantos como para preocupar seriamente a los mandos militares, hasta entonces concentrados en cómo vencer el miedo del combatiente y evitar su derrumbamiento bajo las condiciones de estrés físico y mental que implica estar en combate: “… hasta el final de la Segunda Guerra Mundial los ejércitos no fueron conscientes de que la mayoría de sus soldados, aunque no salieran huyendo, en realidad no estaban matando a nadie”, afirma Gwynne Dyer en su Breve historia de la guerra (2021).

 

Solo una cuarta parte de los soldados estadounidenses había disparado, incluso en combates intensos, en teatros de operaciones del Pacífico y Europa entre 1944 y 1945, según las investigaciones de S. L. A. Marshall —general de brigada, veterano de la Primera Guerra Mundial e historiador militar de la conflagración de 1939-1945 y de la Guerra de Corea—, citado por Dyer, quien lógicamente concluye que algo parecido debió de ocurrir entre las tropas alemanas y japonesas, pues de otra forma su mayor fuego dirigido habría significado más victorias sobre los estadounidenses. De acuerdo con el propio Marshall, en la Guerra de Corea ya la mitad de los soldados disparaba y casi todos lo hacían en la de Vietnam: habían dado resultados los cambios introducidos en el entrenamiento básico y la adopción de condicionamientos psicológicos para vencer la objeción a matar.

 

Dyer no se extiende sobre aquellos y estos. Pero, cualesquiera que sean los mecanismos para dotar al conscripto de nuevas lealtades y reflejos, así como del conjunto de valores diferentes que regirá durante el conflicto armado, con el propósito de convencerlo de que matar está mal en la sociedad pero no en el campo de batalla, el alistamiento militar se convierte en un soporte para la doble deshumanización que comporta toda guerra. En primer lugar, la del enemigo, a quien llegado el momento el recluta no considerará un ser igual a él: de alguna manera será diferente —inferior—, justificándose así su aniquilación. En segundo lugar, la del propio soldado, porque su naturaleza humana se erosionará cada vez que apriete el gatillo. La perfección del tiro (2004), del escritor francés Mathias Enard, la protagoniza un francotirador que ha perdido algo intrínseco a la condición humana.

“Hubiera querido, para aquel momento, que mis ojos tuvieran peso, que se posaran en ella con un contacto especial, una materia, un efecto que reconociese pocos momentos antes del impacto. Que se dijera ‘no debería haberme ido’, que hubiera arrepentimiento en su mirada”

Se siente soberano. “Desde mi tejado recorro las aceras, exploro las ventanas, observo a la gente. Puedo alcanzarlos con una presión en el gatillo”. Lo primero que empuña es un fusil ruso y su primer objetivo es un taxista, a quien no está seguro de haber matado. Luego le dan uno mejor y un segundo objetivo: un hombre de quien solo sabe que ronda a la mujer del oficial que le ha entregado el arma. Eso ha sido al comienzo de la guerra, cuando él tiene 15 años y mucho miedo. Ahora, después de tres años, el miedo es de los otros, de quienes caen en la calle sin saber de dónde ha salido la bala y de sus propios camaradas, entre quienes nota un temor difuso, un silencio, una cabeza baja a su paso, una turbación que no lo afecta porque está convencido de que alguien tiene que hacer la guerra. “Los gritos, los cuerpos, la sangre, el miedo, al principio tienes pesadillas, sudores fríos, lloras a solas en la cama, pero pasa, poco a poco se controla la fatiga psicológica del combate, se crece, incluso te acostumbras a los malos sueños, que son como el espejo interior del día”.

 

Es una conflagración civil y en la ciudad dividida hay calles y barrios enteros convertidos en tierra de nadie. La sentencia de muerte, que él decreta con su pequeño gesto, se cumple en cualquier balcón o esquina, en cualquier ventana o acera. Aquella señora, que parece tan contenta, con un bonito vestido y una cesta para la compra, cae de un tiro en la nuca, se desploma según la conocida imagen de la marioneta de hilos cortados. Igual se derrumba el viejo loco que corre hacia sus líneas, en mangas de camisa. Y el gato arrancado de un muro. Y otro taxista, medio dormido o imprudente. Y una figura abatida en aquella ventana, a unos quinientos o seiscientos metros, de seguro la de un refugiado, porque el enemigo jamás habría dejado una luz a esa distancia ni a esa altura, ¿un quinto piso? Y la mujer que, al parecer, acaba de pelear con su marido y está afuera, gritando y alzando el puño hacia la casa de la que acaba de salir. “La mayoría de los seres a los que he matado solo vivieron durante los tres segundos en que los miraba. Son fantasmas, personajes, máscaras que no saben ver nada. Los hago vivir al matarlos, los animo matándolos. Es una contradicción, algo que ni yo mismo capto por completo. Pero llegaré hasta el final”.

 

Piensa que para ganar la guerra hay que ser ordenado y el tiro es la mejor escuela: “Te vuelve atento, tranquilo y preciso”. Todo lo demás, como los asaltos a las barreras, le parece una pérdida de tiempo y recursos. Él solo, apostado en un tejado, desmoraliza al enemigo y a sus civiles. No tiene miedo, es inmune a la fatiga de las horas observando por la mira telescópica y también está prevenido contra la exaltación, pese a que lamenta no ver de cerca el efecto de sus balas. “El tiro es como una dulce droga, siempre se quiere más, más tiros hermosos, más difíciles”.

 

La droga que lo sustrae del infierno de su casa, donde su madre sale desnuda al balcón, grita toda la noche y deja quemar la comida, generando inquietud en los vecinos. Ha pensado en matarla, pero al final no lo ha intentado y está descartado llevarla a un asilo. Están en guerra, hay más locos que nunca y ninguna plaza vacía para recibirla. Por eso acepta la sugerencia de una vecina y del tendero de buscar a alguien que la cuide y ese alguien es Myrna, la huérfana de un electricista cuya tienda ha sido alcanzada por un obús y vive ahora con una tía. Es una muchacha de piel muy morena, silenciosa, que a sus quince años tiene ya cuerpo de mujer pero conserva su sonrisa de niña. La instala en el cuarto de su hermano, un emigrado como miles, y en las noches la observa dormir a través de la persiana. Sus piernas son largas y sus nalgas flacas, sus senos más grandes de lo que parecían bajo la ropa y sus pezones oscuros: sueña que la viola y que la mata por rechazarlo. Sin embargo, ese ser indefenso, semidesnudo en la penumbra de la habitación, abre una fisura en su pulsión de muerte.

 

Es difícil de imaginar, pero hay treguas y aun en guerra la ciudad recupera sus rutinas. Abren las tiendas y se puede tomar un taxi, comer un helado. Ellos dan paseos por la playa y van al cine: un combatiente y su hermana menor, se imagina que piensan los demás. Ella no se opone a que le tome la mano en la oscuridad de la sala ni rehúye cuando le acaricia sus cabellos en casa, pero nunca toma la iniciativa ni tiene un gesto cariñoso hacia él, nada que borre la distancia dolorosa donde germina el sueño de llevar una vida juntos en otro lugar. Parece todo tan tranquilo, que ve a los dos como una pareja normal paseando un domingo. Por esos días lo domina una compasión eufórica, solo dispara, en promedio, una bala al día —aunque sus resultados se acercan al cien por ciento de efectividad— y perdona la vida a las muchachas que, con su uniforme escolar, podían parecerse a Myrna, a quien ha prometido que volverá a la escuela en cuanto todo se calme. Ha llegado a temer que ella lo desprecie por su trabajo.

 

El conflicto armado termina siempre por reanudarse y un día que regresa a casa, Myrna no está. Ha huido con su tía y un primo al pueblo de su padre, en las montañas, a donde poco después también irá él cumpliendo órdenes. Lo posee un sentimiento de rabia, un deseo profundo de venganza, de matar a la tía, al imbécil del primo y a Myrna. Es presa de una cólera fría que lo lleva a desafiar a su mejor amigo, Zak, y con ello a poner en riesgo su propia vida. Frustrado, reduce los gritos de su madre a un débil aullido de animal herido a fuerza de golpes y deja que su casa, a la que no va en días, se convierta en una pocilga. Ya no se salvan las estudiantes: en pleno día, dispara contra tres que salían del instituto —“tres hermosos cartuchos”—. No ha pensado en Myrna especialmente, pero le hubiese gustado que ella hubiera sido una de las tres en el visor “para poder observarla de arriba abajo antes de decidir dónde darle, en el vientre, bajo el hombro o en pleno rostro, como una última fotografía (…) Hubiera querido, para aquel momento, que mis ojos tuvieran peso, que se posaran en ella con un contacto especial, una materia, un efecto que reconociese pocos momentos antes del impacto. Que se dijera ‘no debería haberme ido’, que hubiera arrepentimiento en su mirada”. Más adelante, cuando ya el recuerdo de Myrna —y la rabia—se ha desdibujado, sí llega a pensar en ella, a imaginarla desnuda en la cama, y entonces, por pura emoción y deseo, se le escapa el tiro que acaba con cualquier muchacha porque se le parece o porque tiene más o menos la misma edad.

 

Myrna, huyendo ahora del pueblo asaltado, vuelve a la ciudad y a él no le importa humillarse ante la tía para pedirle que la deje retornar a su casa. No tiene importancia rebajarse así porque ya ha decidido que la matará para evitar cualquier nuevo intento de huida; lo hará al cabo de un mes, cuando la muchacha se haya habituado de nuevo a vivir con él. Myrna regresa y una noche ella se encoge contra la pared cuando él se sienta a su cama. Tiembla, hay lágrimas en sus ojos y un suave gemido de miedo. Él aparta las sábanas con el cañón de la pistola y ella comienza a patalear y gritar. Le tapa la boca con una mano, intenta recorrer aquel cuerpo que se debate con su boca, arranca sus bragas, llega con sus dedos a su sexo y, de pronto, aquel ser increíblemente vivaz se torna inmóvil, se paraliza, y él acaricia su rostro siguiendo el ritmo de las olas del mar y de sangre, de las olas de dolor y placer, y ve su rostro muy cercano, como si lo observara con la mira de su fusil y una bala la alcanzara, devolviéndolo a él de lleno a las explosiones, a los gritos: no quiere perderla, no quiere hacerle daño.

 

Piensa que lo mejor habría sido matarla y que ha sido incapaz de hacerlo, y ese pensamiento le despierta de nuevo el deseo de poseerla. Myrna hace volar todo en pedazos, “en un obsceno vaivén de la vida hacia la muerte”.

El asno es todo cuanto le queda de los tiempos anteriores a la multiplicación del mal y el pavor que siente ahora la ha hecho aferrarse más a los arreos de su inocente consuelo. Lo ha reconocido, es el hijo del herrero, uno de aquellos matones, torturadores, violadores, a quienes no se podía llamar soldados

La perfección del tiro fue la primera novela de Enard y veinte años después ha publicado Desertar, la narración de dos historias cuyos protagonistas son contrapunto de aquel muchacho para quien sentir respeto, consideración o compasión hacia el otro era algo peligroso y una cobardía si se trataba del enemigo, a quien no debía dársele ninguna oportunidad.

 

El hombre ha huido del cuartel. Ha tirado el carro por un barranco y durante cuatro días ha caminado unos 100 kilómetros para llegar a la cabaña en la montaña, donde de niño iba con su padre a cazar. “… no hay que cruzarse con nadie, esconderse de los hombres y de las bestias, de los pastores, de los perros, tragarse su propio nombre”. Pero, cómo escapar de uno mismo, de lo que ha hecho; pese a las oraciones a Dios, “sigue siendo una fiera nutrida de angustia, una fiera con aliento de sangre, ciudades en ruinas recorridas por madres que blanden el cadáver mutilado de sus hijos frente a hienas desaliñadas que los torturarán y los dejarán desnudos, mancillados, los pezones arrancados a bocados ante la mirada de sus hermanos violados con un garrote, el terror desparramado por todo el país, la peste, el odio y la noche, esa noche que te sigue envolviendo para echarte en brazos de la cobardía y la traición. De la huida y la deserción”.

 

Aunque abandonado, el lugar es adecuado para descansar unos días antes de seguir hacia el norte y cruzar la frontera: la cabaña lo protegerá con su infancia, con la caricia de los recuerdos. Ha comido una naranja y en el pozo ha lavado su ropa, que destiló un líquido negruzco; él mismo, por su cabello segmentado en mechones tiesos por la sangre reseca, una fuente de agua sucia. Está un poco más limpio y las botas, arruinadas por el uso y el frío, al fin han perdido su olor a mierda.

 

Desnudo, así lo sorprende la mujer, que ha llegado hasta allí en compañía de un burro. Viste como las campesinas, con una larga falda gris, blusa y chaleco negros, un pañuelo cubriéndole la cabeza y el horror en la cara. Ella también huye de una guerra que ha llenado de odio la mirada de sus vecinos, adultos y niños, quienes se han regocijado con el espectáculo de su marcha, desnuda junto a otras, por las calles del pueblo, con la cabeza rapada, bajo los golpes de los bastones en sus nalgas y los escupitajos, chorreando mierda por efecto del aceite que les han obligado a tomar. El asno es todo cuanto le queda de los tiempos anteriores a la multiplicación del mal y el pavor que siente ahora la ha hecho aferrarse más a los arreos de su inocente consuelo. Lo ha reconocido, es el hijo del herrero, uno de aquellos matones, torturadores, violadores, a quienes no se podía llamar soldados.

 

Él le indica con la boca del fusil que camine hacia la casucha. “… dispárale, también tú tienes miedo, mátala, deshazte de ella…”. Poco después se escucha el disparo, pero desperdicia la primera de las tres oportunidades que tendrá para matarla. En el último instante ha apuntado al cielo y más adelante tampoco le dará un tiro de gracia cuando ella esté agonizante en el suelo. Él ha dado muchos tiros de gracia, pero eran cuerpos vivos, de ojos vendados, que se derrumbaban en una fosa. Ni le disparará tiempo después para poner fin a su sufrimiento, cuando para no perderlo todo sabe que tiene que compartir la comida y la mujer con otros tres desertores. Un simple disparo y el cuerpo, “mancillado y estrangulado”, habría quedado para los buitres. Pero él ya ha abreviado demasiados sufrimientos y en la soledad de su huida ha comprendido oscuramente que un disparo no pone fin a ninguna historia.

“Puede que me equivocase al creer, al conjeturar que la humanidad estaba hecha para la paz, para compartir, para la fraternidad”

El desertor es un profundo creyente que en su travesía por la montaña reza e implora, descubriendo en sí mismo que la bondad de Dios no ha sido totalmente derrochada por el hombre. En cambio, Paul Heudeber, matemático y ferviente comunista, llega a la constatación de que lo benigno, una cualidad del hombre, no una suposición metafísica, de cuya inexistencia no pudo convencerlo la Segunda Guerra Mundial, parece haber desaparecido después de todo.

 

Activista comunista desde sus tiempos de estudiante en la universidad, fue detenido por primera vez en Bélgica en 1940 e internado por los franceses en el campo de Gurs. De allí escapó y vivió en la clandestinidad en Lieja, donde en 1941 lo apresó la Gestapo. Encarcelado y torturado, a finales de ese año lo deportaron al campo de Buchenwald, donde permaneció hasta la liberación de 1945. Se estableció en Berlín. “Paul se definía como un matemático antifascista. Era terco como un axioma”, decía Maja Scharnhorst, a quien conoció en 1938, su compañera en la resistencia y su pasión amorosa a lo largo de más de medio siglo, pese a la separación física en que vivieron la mayor parte de ese tiempo. Maja se trasladó al Oeste en 1953 y fue una política relevante en la República Federal de Alemania, sobre ella siempre pesó la sospecha de tener contactos con el enemigo ideológico. Paul, célebre en la Alemania del Este, autor de una obra capital en su área, Las conjeturas de Ettersberg, elegías matemáticas, escrita en Buchenwald y publicada en 1947, fue una figura pública, un miembro destacado del Partido con permiso permanente para ir a cualquier lugar del extranjero que se le antojara. Se valió poco de esa licencia, incluso muy poco para lo tanto que amaba a Maja. “… la ausencia de ti no es solo una carencia, produce una tensión de lo más íntimo, un vacío que deforma el mundo a su alrededor. El tiempo, el gusto, las curvas de la luz, las trayectorias del pensamiento, tu ausencia todo lo transforma”, le escribió en una de las innumerables cartas.

 

Paul fue un pedagogo, un soñador del universalismo del saber, y vivió convencido de que llegarían las mejores condiciones de vida y el socialismo, la felicidad y Maja. Sin embargo, la caída de los países del Este y el retorno de la guerra a Europa fueron demasiado para su vapuleada esperanza. “Maja, tengo la impresión de que, en muchos aspectos, la vida me ha desmentido; han refutado teoremas, invalidado algunas de mis conjeturas, olvidado muchas de mis investigaciones; ya nunca construiremos el socialismo ni volverá a llamarme nadie camarada: estamos pagando el precio de nuestra intransigencia, de nuestros errores, de nuestra excesiva sumisión a la línea dura de los rusos. Puede que me equivocase al creer, al conjeturar que la humanidad estaba hecha para la paz, para compartir, para la fraternidad”, le confesó ya en su vejez.

 

Su historia la cuenta la hija de ambos, Irina, veinticinco años después de la muerte de su padre y quince desde la de su madre. Es una mujer en los setenta que visita el campo de Buchenwald y el recuerdo de su padre está anclado a un hecho en el albor del siglo: las “Jornadas Paul Heudeber”. A bordo de un barco en el Havel, cerca de Postdam, matemáticos, lógicos, físicos, Maja y ella, que es historiadora de las matemáticas, se disponían a celebrar la primera década de la refundación del instituto creado por su padre en 1961 y unificado en 1991. Paul veía las matemáticas como un sentido más y, por lo tanto, como una manera de percibir la naturaleza; también consideraba que eran un refugio seguro, que no podía derrumbarse como lo había hecho el mundo durante su vida y lo hizo una vez más aquel septiembre de las jornadas: “El televisor que había en la bodega del Beethoven mostraba en bucle las mismas imágenes, un avión que se estrella en una nube de fuego, cuerpos que caen de las ventanas, torres que se derrumban, multitudes que corren para escapar de las impenetrables nubes de polvo como salidas de la puerta del infierno”.

 

Post scriptum:

 

No somos islas

 

Leyendo entrevistas que ha brindado Mathias Enard a propósito de su novela Desertar (2024), he pensado que la escribió —esa y La perfección del tiro— sintiendo la vergüenza de ser un hombre, en el sentido que describe el filósofo Frédéric Gros en su libro La vergüenza es revolucionaria:

 

“‘Vergüenza de ser un hombre’, ¿qué significa eso exactamente? En primer lugar, tal vez sea vergüenza por formar parte de una especie animal cuyo balance, más de cien siglos después de la revolución neolítica, es tan triste que dan ganas de llorar, terriblemente amargo. Ha convertido el hogar común en un enorme vertedero. Todo destrozado, todo saqueado, todo desperdiciado. Resulta inquietante esta capacidad sin límites de generar desastre y sufrimiento. El único consuelo consistiría finalmente en decirse, como hace Lévi-Strauss en Tristes trópicos, que ‘el mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él’. La humanidad, un mal momento para pasar por el mundo”.

 

Con estas novelas, si las continúo interpretando con la clave de Gros, Enard le estaría diciendo al lector, no que se sienta culpable por las iniquidades del mundo —causadas por una mínima minoría de los ocho mil millones de personas que somos—, sino solidario, porque al final las guerras, las violencias y las injusticias de todo tipo sufridas por otros “no pueden no alcanzarme, afectarme, ensuciarme”. La lectura de El tiro de la perfección y Desertar es un arañazo en las tranquilas conciencias de quienes olvidan que forman parte de una especie atrapada en un pozo profundo y oscuro.

 

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