Ilusión de pureza
- Francisco Vallenilla
- 12 ene
- 2 Min. de lectura
300 palabras sobre El saltador del muro, de Peter Schneider

En una época anterior a 1989, el protagonista de la novela del escritor Peter Schneider (El saltador del muro, 1985) se muda a Berlín Occidental. La barrera ya tiene por entonces su estructura definitiva de placas de hormigón armado rematadas por cilindros que dificultan la escalada, pistas de arena para detectar pisadas, torres de vigilancia, obstáculos antitanques y franjas recorridas por reflectores y perros. No es, sin embargo, inviolable. Ahí están los tres muchachos que la saltaron una docena de veces: no querían quedarse en el Oeste, solo ir al cine. Y el berlinés de varios brincos en dirección Este, que usó una escalera formada por escombros olvidados y lo hizo porque se aburría… El personaje se ha instalado en la ciudad con la intención de recopilar historias similares, cruza varias veces hacia el otro lado de forma legal, tiene amigos allá y otros que se han pasado para acá, y ha tenido una relación amorosa con una berlinesa oriental. Su experiencia no hace más que revelarle que, al menos tanto —o más— como lo están por la ominosa muralla, los alemanes se encuentran divididos porque oponen una locura a otra. Las televisoras ofrecen versiones mutuamente excluyentes sobre un mismo hecho y en sus conversaciones él habla como si representara a la República Federal de Alemania y el otro a la República Democrática Alemana: dos Estados y ningún país. Tras casi tres décadas, la reunificación de Alemania fue una celebración, pero no parece ser festivo el futuro que deparan las identidades exacerbadas del presente, anhelantes de alambradas y de centros de recepción de migrantes. “La obsesión por la propia identidad, que cuanto más persigue una propia imposible y regresiva pureza más se rodea de fronteras, conduce a la violencia”, advirtió Claudio Magris en “Desde el otro lado. Consideraciones fronterizas” (1993).