Las cenizas del prójimo
- Francisco Vallenilla
- 29 abr
- 2 Min. de lectura
300 palabras sobre Tren a Pakistán, de Khushwant Singh

Mano Majra es una aldea de apenas tres edificios de ladrillos: la casa del prestamista Lala Ram Lal, el templo sij y la mezquita. Salvo Lala Ram, que es hindú, todas las familias del lugar, unas setenta, que viven en chozas de adobe, son sijs y musulmanas. Con la excepción del Dalhi-Lahore de la mañana y a su regreso en la tarde, allí no para ningún tren y la localidad es recordada, si lo es, porque cerca queda una residencia de descanso para funcionarios. Todos se consideran amigo o familiar del otro, y todos, sin importar su credo religioso, acuden al dios local para sus peticiones: una losa de piedra arenisca junto al estanque. Sus habitantes no han visto alterada su convivencia por la partida de los ingleses, pero el asesinato del prestamista, la llegada de un joven que habla de conquistar la libertad económica y un tren inesperado, cuya inusual aparición le confiere un aire fantasmal en el inconmovible escenario de las rutinas lugareñas, se conjugan para desordenar la tranquilidad de los días. El ferrocarril, sobre todo. A la inquietud inicial que ha causado, sigue la sospecha, cuando los militares solicitan leña y querosén, y finalmente la certeza, al anochecer, por la brisa que les trae el olor del combustible y la madera quemados junto con un hedor “acre a carne chamuscada”. Es el desgarrador nacimiento de la India y Pakistán lo que acaba de llegar a Mano Majra, con sus miles de muertos y sus millones de hindúes, sijs y musulmanes huyendo de sus hogares para salvarse de la violencia, la nueva vecina de todos. “Lo cierto es que los dos bandos mataron; los dos usaron pistolas, cuchillos, lanzas y porras; los dos torturaron; los dos violaron”, dice el narrador de Tren a Pakistán (1956), de Khushwant Singh.