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Mecanos literarios

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 31 ene
  • 9 Min. de lectura

Actualizado: 5 may

Círculo de lectores y La mujer de Wakefield, de Eduardo Berti




I.-

 

Al lector, según la distinción de Gerald Prince en su Introduction à l‘étude du narrataire (1973), se le puede clasificar en tres tipos. Está el lector ideal, que interpreta y comprende con exactitud la intencionalidad del autor. Es una expectativa que ha tenido la escritora argentina Samanta Schweblin: “La sorpresa más linda es en realidad la más esperada, y es cuando un lector lee el tono, la emoción y la idea de un cuento tal como yo quería que se leyera. Es una sorpresa porque ese espejo exacto es también un milagro. Es como haber trabajado durante años para enviar una señal a otro planeta y de pronto obtener una respuesta”, dijo en una entrevista publicada en La Nación.

 

Se tiene también al lector virtual, aquel en que piensa el autor mientras escribe. El portugués António Lobo Antunes, en su crónica “Receta para leerme”, lo expresa así: “La verdadera aventura que propongo es aquella que el narrador y el lector emprenden juntos hacia la negrura del inconsciente, hacia la raíz de la naturaleza humana. Quien no entienda esto solo se quedará con los aspectos más parciales y menos importantes de los libros: el país, la relación entre hombre y mujer, el problema de la identidad y de su busca, África y la brutalidad de la explotación colonial, etcétera, temas si acaso muy importantes desde el punto de vista político, social o antropológico, pero que nada tienen que ver con mi trabajo”.

 

Por último, el lector real, “empírico efectivo y concreto, la persona física que realiza en un momento determinado el acto de lectura”, según la entrada que leo en el Diccionario de teoría de la narrativa (2002), de José R. Ramos Calatrava y Francisco Álamos Felices.

 

Pero el lector no está sólo fuera del texto. También se habla, por ejemplo, de un “lector implícito” —presente en aquellos textos con “instrucciones” para forjar una representación determinada en la conciencia del lector real; se trata de una “estrategia intratextual de lectura que propone el texto”—. Si no me descaminé con la explicación del Diccionario..., una muestra sería Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino: “La novela que estás leyendo quisiera presentarte un mundo compacto, denso, minucioso. Inmerso en la lectura, mueves maquinalmente el abrecartas por el espesor del volumen: aún no estás leyendo el final del primer capítulo, pero ya has avanzado mucho cortando. Y he aquí que, en el momento en que tu atención está más pendiente, vuelves la hoja en la mitad de una frase decisiva y te encuentras ante dos páginas en blanco. Te quedas atónito, contemplando ese blanco cruel como una herida, casi esperando que haya sido una ofuscación de tu vista lo que proyectó una mancha de luz sobre el libro, de la cual poco a poco volverá a aflorar el rectángulo cebrado de caracteres de tinta”.

 

Eduardo Berti, en Círculo de lectores (2020), deleita en cualquier caso con lectores-personaje —no confundir con el “lector ficcionalizado”, otra categoría postulada por la crítica literaria— y con las muchísimas posibilidades de la lectura, además de otros divertimentos, relacionados todos con el libro y el hecho poderoso de leer.

 

La estructura clásica de la novela es planteamiento-nudo-desenlace. Pues al señor Soames, vaya uno a saber por qué, acaso por impaciente, le gustaba ir directamente al centro de lo narrado, así que contaba las páginas, dividía entre dos y ya en la indicada, afinaba su posición enumerando las palabras, las letras incluso, y los espacios en blanco para comenzar su lectura en el mismísimo punto medio del libro. “Aquí está —exclamaba Soames— la piedra angular que sostiene el arco de la novela —y apuntaba a un puñado de palabras inofensivas, triviales para el mundo entero, menos para él”.

 

Desde El recuerdo: Estudio experimental y social (1932), de Frederick Bartlett, se sabe que el cerebro solo retiene detalles sobresalientes de la experiencia —los que otorgan significado a lo vivido…— y que la memoria no reproduce el evento original, sino que lo reconstruye a partir de esas muestras y está influenciada por las condiciones particulares en que se recuerda. De modo que fue excepcional el caso bastante conocido de Irineo Funes y el de este otro, también apellidado Funes, que si bien no recordaba absolutamente todo, sí la totalidad de cada libro leído. Incluso, le podía ocurrir acordarse de un libro cuya lectura había olvidado. A este respecto, su memoria no era selectiva, sino un registro fidedigno de cada libro. “Pero, pequeño detalle, a cada uno de ellos le añadía una frase de ocho, diez, quince palabras, nunca más de dieciséis, que jamás era la misma y que él era incapaz de reconocer como frase intrusa. La suma de estas frases en cierto orden, en un orden particular, producía un libro: el libro del señor Funes. Él no sabía nada de esto. Y sin orgullo, con humilde mansedumbre, se creía a salvo de la invención. Un paradigma de fidelidad”.

 

Si este señor Funes encarnaba de manera inconsciente aquello de que la ficción no depende solo de quien la escribe, sino también de quien la lee, el señor Guermantes se lo tomaba en serio. Por eso, los libros de su biblioteca tenían todos marcapáginas: el lugar exacto en que había interrumpido la lectura. Dotado asimismo de una prodigiosa memoria, el señor Guermantes recordaba todos los detalles de la escena en que había congelado la novela y a partir de allí imaginaba los desenlaces que, en su opinión, mejor se avenían con el planteamiento narrativo. Escribió incluso varios para una sola obra, pero al final descartó finales alternativos para cumplir su meta de escribir cierres novelescos hasta cumplir los sesenta años o hasta alcanzar los ciento diez volúmenes. Ocurrió esto último a los cincuenta y ocho años. “Sin embargo, le faltaba el final más importante: el final para la historia del señor Guermantes”.

 

Todo lector apasionado se habrá entristecido en los pasillos de una librería: no tendrá vida suficiente para leer todo lo que ansía. La señora Rapin sabía esto y, sin embargo, en lugar de abismarse en nuevas lecturas, a fin de abarcar lo más posible de un paraíso que mayor e irremediablemente le estaba negado, se dedicaba, con exclusividad desde hacía una década, a releer. Y, con más precisión, a releer solo cuando viajaba. Así, había constatado que un libro, siendo el mismo, era otro cuando se le leía en otro tiempo y lugar. Pero, sobre todo, la llenaba de gozo lo que ella denominaba el “choque de recuerdos”: “Releer La Cartuja de Parma —decía la señora Rapin— no solamente resucita el argumento, la acción de los personajes, los escenarios de la acción. También resucita el marco de mi primera lectura: las vacaciones de aquel agosto en un pueblo junto al mar. Ese recuerdo es el que choca, el que lucha con ese otro mes de agosto o con esa ciudad sin mar”. Con la señora Rapin se ha mostrado de acuerdo el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, quien, entrevistado en Letras Libres, hacía notar: “Acerca de los libros que nos marcan sucede algo muy extraño, y es que muchas veces no nos acordamos del contenido del libro, pero nos acordamos del momento en que lo leímos, de lo que nos estaba sucediendo, bueno, malo (...) la literatura tiene ese carácter de compañía y esa capacidad para marcar los momentos de nuestra vida”.

 

Y así otras historias, como la del señor Krapp, que solo podía leer en una habitación de hotel, y la del señor Duroy, quien únicamente lo hacía en sueños porque lograba avanzar a una velocidad pasmosa, tanto como para recorrer todo Proust en una noche. No obstante, lo atormentaba una duda y con el propósito de aclararla le escribió una carta a su única sobrina: ¿lo leído en sueños, que él recordaba a la perfección, era en efecto la obra del francés? O la del señor Bartelbooth, quien por más que se empeñara en leer nunca lo lograba, pues sus propias ideas se apropiaban del lugar del texto. “Bartelbooth había oído hablar de la riqueza infinita que hay en los libros. Ahora experimentaba aquello en carne propia”.

 

Otros placeres del libro son una “Biblioteca breve”, que se consulta como una fuente de ideas para escribir un cuento, y el “Método fácil y rápido para ser lector”. Asimismo, “Continuidades del cuento”: diez versiones de un relato de 539 palabras, escritas a partir de estas y sin alterar su orden de aparición original. Berti es, desde 2014, miembro del Ouvroir de Littérature Potentielle —que suele traducirse como Taller de Literatura Potencial y es conocido por su acrónimo francés, OuLiPo—. Fue fundado en 1960 por Raymond Queneau y François Le Lionnais, y está dedicado a la búsqueda de constricciones —a veces matemáticas— a partir de las cuales escribir. Clásicos de la literatura oulipiana son el díptico La disparition (1969)-Les revenentes (1972), de Georges Perec: la primera es una novela donde no aparece nunca la letra “e”; en la segunda, todo está escrito exclusivamente con esta vocal. Asimismo, su más célebre, La vida, instrucciones de uso (1978), donde narra las historias de los habitantes de un edificio parisino. Según lo contado por Calvino —otro oulipiano— en Seis propuestas para el próximo milenio, el plano del inmueble es de 10 por 10 cuadros y Perec pasa de una habitación a otra (de un capítulo a otro) con el salto del caballo del ajedrez, siguiendo un orden que le permite recorrer todas las casillas; para su contenido, el escritor galo listó temas en un total de 42 categorías y decidió que en cada capítulo debía figurar al menos un tópico de cada una, incluso en los más breves. “Frecuenté a Perec durante los nueve años que dedicó a la redacción de la novela, pero conozco solo algunas de sus reglas secretas”. Al escritor italiano se debe también una pista sobre el relato (¿?) de Berti: en la nota preliminar a Si una noche de invierno un viajero, Calvino recuerda que en 1947 Queneau publicó Ejercicios de estilo, en los que ensayó 99 redacciones diferentes de una anécdota contada en pocas líneas.

 

Círculo de lectores es un encomio del lector. Ese que toma un libro y se convierte en ejecutante de la magia de la lectura para habitar la frontera porosa, movediza e incierta entre lo imaginario y lo real, reinterpretando el texto desde su singular posición (psíquica, cultural e histórica) y otorgándole un sentido independiente de lo que haya pensado el autor. El lector sin adjetivo, al que quizá estaba refiriéndose Roberto Bolaño cuando declaró a Página 12: “Me conmueven los lectores a secas, los que aún se atreven a leer el Diccionario Filosófico de Voltaire, que es una de las obras más amenas y modernas que conozco”.

 

II.-

 

En 1835, Nathaniel Hawthorne escribió sobre el caso del señor Wakefield. Un día de octubre, este hombre de pensamientos lentos y carácter adocenado le anunció a su esposa que se iba por una semana al campo y se ausentó durante veinte años con la simple acción de mudarse a la calle contigua a su casa en Londres, sin que su mujer ni sus amigos supiesen nada de él en todo ese tiempo. “Se las había ingeniado para apartarse del mundo —o más bien lo había conseguido casualmente—, para desaparecer, para abandonar su lugar y sus privilegios con los vivos, y todo sin ser admitido entre los muertos”. Tomó su extraña decisión para alcanzar un objetivo, pero ni siquiera meditando mucho sobre él era capaz de definirlo. “Tanto la imprecisión del proyecto como el empeño compulsivo con el que se lanzó a ejecutarlo, son en igual medida algo digno de un alelado”.

 

El relato de Hawthorne está centrado en Wakefield, casi nada se dice de la señora Wakefield. Se sabe que enferma y que su “andar es cada vez más pesado, su semblante más pálido y su expresión de preocupación cada vez más marcada”, pero también que, transcurridas unas semanas, se recupera y si bien su corazón está triste, reposa tranquilo, “y no volverá a avivarse por él nunca más, regrese tarde o temprano”. “Es el marido quien nos importa”, declara al fin el narrador para justificar la poca información que aporta sobre ella.

 

Wakefield termina con el personaje subiendo las escaleras de su casa —“No seguiremos a nuestro amigo más allá del umbral”, advierte la voz narrativa—, quedando el lector sin saber qué pasó a continuación. Este final abierto tardaría 164 años en cerrarse: en 1999 Berti publicó La mujer de Wakefield (1999), donde reveló qué sucedió luego del reencuentro y, antes, cómo vivió y qué hizo la señora Wakefield durante todo el lapso de su extraña viudez.

 

Berti procedió a la manera del uruguayo Tomás de Mattos (1947-2016), quien con su novela La fragata de las máscaras (1996) ofreció la versión de los esclavos que se amotinaron en un barco negrero español a comienzos del siglo XIX, ausente en la recreación literaria de este hecho real que hizo Herman Melville en Benito Cereno (1855). Así, el lector supo de las motivaciones de Babo, líder de la rebelión; de Dago, un negro que conocía la medicina occidental y se unió a los sublevados pese a que sabía que era imposible que lograran regresar a Senegal, y de Muri, el sirviente personal de Cereno... Con la caracterización de cada uno De Mattos expuso, al mismo tiempo que sus razones para sublevarse, una valoración militar, científica y religiosa del motín.

 

“¡Pobre Wakefield! ¡Pero qué poco consciente eres de tu propia insignificancia en este inmenso mundo! Ningún ojo mortal, excepto el mío, ha estado vigilándote. Anda, tonto, vete a la cama tranquilo. Si fueras listo, mañana por la mañana regresarías a casa junto a la buena Sra. Wakefield y le contarías la verdad. No te apartes ni una semana de tu hueco en su casto pecho. Si ella te diera por muerto o por desaparecido por un solo instante, o si permanecieras separado de ella mucho tiempo, terminarías por presenciar, para tu desdicha, un cambio definitivo en tu fiel esposa. Es peligroso abrir un cisma en los afectos humanos; no tanto porque se produzca un desarraigo profundo y prolongado, sino porque vuelva a cerrarse demasiado rápido”, se lee en Wakefield. Para comprobar lo acertado o no de esta advertencia, hay que conocer a Elizabeth Wakefield —de soltera Peabody—.  

 

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