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¿Qué esperabas, Bill?

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 12 ene
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 10 abr

300 palabras sobre Stoner, de John Williams




Lo que perdura es la especie, no el individuo. Sin embargo, con qué anhelo busca el mono desnudo darle un sentido a su irrelevante particularidad, afanándose en explorar las posibilidades de su existencia para, al final, terminar asfixiado por sus sueños. William Stoner era profesor de lengua y literatura inglesa medieval en la Universidad de Missouri. Hijo de granjeros, había ingresado para estudiar Agronomía, pero en una clase obligatoria de inglés tuvo la revelación que lo apartó de enterrar las manos en la tierra para acariciar las páginas de los libros. En poco tiempo aprendió latín y griego, y en la oscuridad de su cuarto sentía más cercanos a Tristán e Isolda la Justa que a sus compañeros de estudio. Obtuvo su licenciatura en Artes cuando estalló la Primera Guerra Mundial, pero, en su caso, “el futuro era brillante, cierto e inalterable. Lo veía, no como un flujo de eventos, cambio y potencialidad, sino como un territorio que se extendía ante él a la espera de ser explorado”. Y lo exploró dedicándose con pasión a la carrera docente y casándose con Edith, una joven alta, delgada y hermosa; depositando grandes expectativas en Grace, su hija, y descubriendo, con la estudiante Katherine Driscoll, en reposo a su lado, “que él nunca había conocido a ningún otro ser humano ni en la intimidad, ni tampoco en la confianza ni al calor humano del compromiso”. Y entonces, por qué a sus “cuarenta y muchos parecía mucho más viejo. Su cabello, denso y rebelde como lo había sido en su juventud, era casi uniformemente blanco. Tenía el rostro muy arrugado y los ojos hundidos en las cuencas…”. Se jubiló a los sesenta y cinco años y su vida —memoria de ilusión, resistencia y dolor inútiles—, la recorremos en Stoner (1965), de John Williams.

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