El deseo urgente
- Francisco Vallenilla
- 6 may
- 10 Min. de lectura
La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata (y Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez)

En 1954, a sus 77 años, Hermann Hesse escribió que en la ancianidad “el entorno y la realidad, que en tiempos nos rodeaban, pierden ahora gran parte de su entidad, incluso de su verosimilitud. La realidad ya no es algo evidente e incuestionablemente válido, podemos tanto aceptarla como rechazarla y tenemos un cierto poder sobre ella (…) Y así nuestro comportamiento cotidiano, considerado desde la razón y desde las reglas antiguas, recibe algo de irresponsabilidad, de inauténtico y lúdico, y ese es el comportamiento que la voz popular denomina ‘infantilismo’”.
Los clientes de La casa de las bellas durmientes (1961), de Yasunari Kawabata, eran ancianos y en esa realidad menos exigente de los últimos años a la que alude Hesse, cuando la vida misma es comprensiva con las acciones pueriles o poco prácticas de los viejos, como la imposible multiplicación del plantío de fresas que motivó el pensamiento del escritor alemán (Elogio de la vejez, 2011), estaban jugando, solo que ellos tal vez no eran inocentes ni su juego inofensivo.
Eguchi, a sus sesenta y siete años, no creía ser como imaginaba a los otros clientes porque conservaba el vigor sexual y si se había decidido a ir, fue por la curiosidad fútil que le despertó la recomendación de su amigo Kiga, este sí bastante mayor, quien le había confesado que solo allí se sentía vivo.
“Algunos caballeros dicen que tienen sueños felices cuando vienen aquí”, le dijo la mujer a cargo —baja, de voz juvenil, de unos cuarenta y cinco años—, luego de brindarle un té de excelente calidad, explicarle las reglas inflexibles del lugar, advertirle que en la almohada había dos pastillas sedantes para él y dejarlo solo con la llave de la puerta de cedro de la habitación contigua. Era un recinto no muy grande, con cortinas de terciopelo carmesí y una luz tenue. La muchacha yacía desnuda, no llevaba ningún maquillaje y por el rubor de los lóbulos de sus orejas Eguchi supo de su frescura. Era bella y muy joven para ser madre, pero a él lo sorprendió un olor a leche de lactante, una esencia que despertó el recuerdo de la geisha que le reprochó haber ido a su encuentro justo después de cargar a una bebé. Lo recordaba con toda nitidez, recién había cargado a su hija menor. Fue hace muchos años, sus tres hijas ya eran mayores y le habían dado varios nietos.
Desnudo, al lado de aquella muñeca viviente que para un viejo era la vida misma, “una vida que los clientes podían tocar con toda confianza”, en la memoria de Eguchi afloró también la amante de antes de su matrimonio, con la que había huido a Kyoto y cuyo recuerdo estaba compuesto por la pulcritud de sus partes secretas, unas gotas de sangre en su pecho y la gorrita blanca que llevaba la niña cargada en sus brazos cuando se encontraron tiempo después de aquella aventura. Eran recuerdos que funcionaban como consuelos melancólicos de un pasado que no volvería ni siquiera al ser convocado por las caricias de un cuerpo joven.
A Eguchi le costaba dormir y solía tener pesadillas. Aquella vez durmió bajo el influjo de los sedantes y soñó que una de sus hijas había dado a luz a una criatura deforme. A la madre se la habían ocultado, pero ella lograba encontrarla en el hospital y comenzaba a cortarla en pedazos… “¿Sería que habiendo venido en busca de un placer deforme, había tenido un sueño deforme?”, se preguntó Eguchi, quien quince días después estaba de vuelta en la casa de las bellas durmientes.
De la visita le había quedado un sentimiento de culpa, pero también sentía que nunca en su vida había pasado una noche tan limpia como aquella. Al despertar había olvidado la pesadilla y no solo sintió afecto por la muchacha, sino que también tuvo la sensación de que era amado por ella. La mujer le dijo que la chica de ahora tenía más experiencia que la anterior y Eguchi le hizo notar la incongruencia de tal afirmación, pero no se detuvo en ello porque tampoco él era el mismo de la primera vez, ya no pensaba que ir allí respondiera a una frivolidad senil y su reticencia inicial se había convertido en excitación.
La muchacha “rebosaba una sensualidad que hacía posible que su cuerpo conversara en silencio” y Eguchi sentía que lo incitaba con tanta fuerza que, si rompía la regla de oro del lugar, solo ella sería culpable del delito. Lo que fluía de la muchacha “era la corriente de la vida, la melodía de la vida, el hechizo de la vida y, para un anciano, la recuperación de la vida”. No lo hizo, sin embargo, detenido por una señal que, para él, era más un reflejo de la decadencia de los clientes que una muestra del respeto de estos hacia el reglamento de la casa.
Ocho días después se produjo su tercera cita. La de esta vez se estaba entrenando, le advirtió la mujer. Cuando lo dejó a solas con ella, calculó que tendría unos dieciséis años y sintió que emanaba un calor salvaje y primitivo: dormir con semejante muchacha era un gozo efímero, “la búsqueda de la desaparecida felicidad de estar vivo”. Ella le mostró la lengua y a Eguchi lo recorrió el impulso de cometer un delito mayor que el de tocársela, superior incluso al que hubiese implicado el deseo de posesión plena que experimentó con la anterior. “¿Qué era lo peor que un hombre podía hacer a una mujer?”, se preguntó después de que, estimulado por aquella visión, recordara que había estado con una mujer casada y con una muchacha incluso menor que la que reposaba a su lado. “Las aventuras con la mujer de Kôbe y la prostituta de catorce años, por ejemplo, no eran más que un momento en una larga vida, y se desvanecían en un momento. Casarse, criar a sus hijas, todas esas cosas, en la superficie, eran buenas; pero haber tenido los largos años en su poder, haber controlado sus vidas, haber deformado sus naturalezas incluso, estas cosas podían ser malas. Tal vez, engañado por la costumbre y el orden, nuestro sentido del mal se atrofiaba”.
Eguchi visitaría dos veces más la casa de las bellas durmientes, pero solo esta joven, la menos avezada según la mujer, le iba a inspirar reflexiones sobre aquella experiencia. Reconoció que yacer al lado de una muchacha narcotizada estaba mal y pensó que entre los clientes “debía haber algunos que no sólo miraban con nostalgia hacia el pasado desaparecido sino que intentaban olvidar el mal que habían hecho en sus vidas (…) Era probable que fuesen muy pocos. Eguchi podía imaginárselos como hombres socialmente prósperos. Pero entre ellos debía haber algunos que habían prosperado practicando el mal y que conservaban sus ganancias con malas acciones reiteradas (…) Mientras yacían contra la carne de muchachas desnudas que dormían un sueño provocado, en sus corazones habría algo más que temor a la muerte cercana y nostalgia de su juventud perdida. Podría haber también remordimiento, y la inquietud tan común en las familias de los prósperos. No tendrían ningún Buda ante quien arrodillarse. La muchacha desnuda no sabría nada, no abriría los ojos si uno de los ancianos la tomaba con fuerza en sus brazos, no derramaría lágrimas, no sollozaría ni siquiera gemiría. El anciano no necesitaría sentir vergüenza, su orgullo permanecería intacto. Los remordimientos y la tristeza podrían fluir libremente. ¿Y acaso no podría ser la propia ‘bella durmiente’ una especie de Buda? Era de carne y hueso, y su piel joven y su fragancia podían significar el perdón para los tristes ancianos”.
Por qué hombres ancianos iban a allí es algo que no llega a saberse con certeza. La mujer que regenta el lugar solo soltaba frases ambiguas o sin sentido, salvo las referidas a las leyes inquebrantables de la casa, y Kiga tampoco le brindó detalles a Eguchi sobre sus propias razones, a excepción de que se sentía vivo visitándola. ¿Iban para practicar un ejercicio de expiación o porque intentaban conjurar la trinidad de nostalgia, soledad y tristeza que rodea los últimos años, cuando la muerte no es un punto impreciso ubicado en el futuro, sino una bestia agazapada en cualquier minuto del día? ¿Acudían por el anhelo de que alma y cuerpo, como muchas veces en el pasado, volvieran a estar en sincronía o por el placer morboso de disponer de un cuerpo con total impunidad?
Y Eguchi, ¿por qué reincidía, si en cada ocasión su alma se debatía entre la contemplación de la belleza y la mala conciencia? No necesitaba de mujeres dormidas y llegaba a verse a sí mismo con la fuerza necesaria para violentar a las muchachas y revivir su tónico juvenil, además de que imaginaba que así vengaba a todos los ancianos burlados e insultados allí. Él se pensaba ajeno al desagradable espectáculo ofrecido por viejos acostados al lado de cuerpos hermosos, jóvenes, siempre renovados. Sin embargo, ¿no se había sentido de alguna forma amado y no lo embargaba en cada oportunidad el deseo de oírlas, de escucharlas para que la conversación hiciera verdadera su compañía, siendo esta una necesidad más fuerte que la de explorarlas con sus manos? Eguchi procuraba convencerse de su singularidad, pero su experiencia confirmaba que no le eran tan lejanas las circunstancias tristes de los otros clientes y que él también, acaso como todos ellos, lo que buscaba era ahuyentar la desolación de la vejez.
Los motivos para visitar la casa de las bellas durmientes “eran una luz extraña en el fondo de una profunda oscuridad”.
“Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor”
La novela de Kawabata fue la clara inspiradora de Memoria de mis putas tristes (2004), de Gabriel García Márquez, cuyo protagonista, en apariencia, sí tenía claro el porqué de su pedido a la madama Rosa Cabarcas: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen”: un capricho de quien aún orinaba con un chorro fuerte y continuo y no era inofensivo en la cama.
“Feo, tímido y anacrónico”, según su propia descripción, vivía en la casa paterna, solo desde que, cuando contaba treinta y dos años, se completó su orfandad con la muerte de su madre. Nunca tuvo mujer ni hijos, y su relación más duradera era con Damiana, quien siendo muchachita comenzó a ocuparse de la casa y seguía en ello, mucho tiempo después de que él la violentara por detrás porque no resistió verla inclinada lavando la ropa. Una vez estuvo a punto de casarse, pero dejó plantada a la novia: no estaba hecho para la vida matrimonial, sino para el amor de pago, pasajero, impune, libre de cualquier complicación ulterior a la satisfacción carnal. Alrededor de los veinte años comenzó a llevar la cuenta de sus lances en las zonas de tolerancia. Anotaba el nombre, la edad, el lugar y algunas referencias a las circunstancias y el estilo de su amante ocasional. Eran quinientas catorce cuando él estaba por su quinta década; entonces dejó de hacerlo porque su cuerpo ya no podía llevar ese ritmo y a las pocas que siguieron podía recordarlas sin necesidad del papel. Era el soltero sin porvenir de la ciudad, cuyo férreo celibato alimentaba los rumores sobre una pederastia amparada en la noche con huérfanos de la calle.
Sobrevivía por la pensión de El Diario de la Paz, donde había trabajado por cuarenta años, las clases de gramática y unas notas dominicales que todavía publicaba en ese cotidiano, así como de las ocasionales reseñas musicales que también le encargaban. Su pedido a Rosa Cabarcas le iba a costar lo que cobraba al mes por sus líneas de cada domingo: dos pesos para el cuarto, cuatro para la dueña, tres para la niña y cinco para la cena y otros gastos.
Era bella, limpia y bien criada, le aseguró Rosa Cabarcas. Trabajaba en una fábrica pegando botones, cuidaba de sus hermanos y de su madre, aquejada de reumatismo, agregó, aportando una información que para él, en ese momento, no tuvo la relevancia que adquiriría luego, cuando fue presa de la desesperación. Estaba dormida por la infusión de bromuro con valeriana que le había dado la madama: era morena y tibia, sus senos casi los de un muchacho y sus pies, grandes, de dedos largos y flexibles, lo más atractivo. “Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor”.
Un descubrimiento tan estremecedor que no desfloró a la niña y el cual no haría más que intensificarse en su segunda cita, de la que ella volvió a salir con su virginidad intacta y él poseído por una fuerza y una determinación que hasta entonces le resultaban extrañas. Al punto de que, ya en su casa, no se sentía solo, sino en compañía de ella, percibiendo su aliento en el dormitorio, viéndose desayunar juntos… Se convirtió en una nítida habitante de su memoria, ese espacio de imaginación y reconstrucciones donde él podía cambiarle el color de sus ojos o la edad, según los dictados de sus propios estados de ánimo. “Mi única explicación es que así como los hechos reales se olvidan, también algunos que nunca fueron pueden estar en los recuerdos como si hubieran sido”, se dijo, inundado por una sensación desconocida. En su tercera cita le resultó aún más increíble lo que sentía, porque tocándola en carne y hueso le pareció menos real que en sus recuerdos.
En ese estado de gracia, que entre otros síntomas se reflejaba en un cambio de tono de sus notas domingueras, ahora más alegres, más primaverales, vivía lo que también anotara Hesse: “Por bella que sea la juventud, por bello que sea el tiempo de la efervescencia y de las luchas, también el proceso del envejecimiento y maduración tiene su belleza y felicidad”.
Sin embargo, por la niña a la que hablaba con cautela y le contestaba sin despertar, con el lenguaje natural de su cuerpo, también conocería el dolor de sentirse traicionado y perdido, con el mundo abriéndose bajo sus pies. Con la visita al lado atroz de su tardía pasión, descubriría que la razón profunda de su llamada a Rosa Cabarcas no había sido el excéntrico antojo de un viejo libertino, sino el anhelo inconsciente de borrar un vacío que era imposible llenar en camas anónimas. Casilda Armenia, una de las putas de sus antiguas correrías, ya retirada del oficio, a quien reencontró en uno de aquellos días negros de su existencia, le aconsejó que no perdiera a la niña durmiente: “No te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor”.