Recuerda y sobrevive
- Francisco Vallenilla
- 13 may
- 15 Min. de lectura
Actualizado: 31 may
Las tempestálidas, de Gueorgui Gospodínov

El tiempo no es único e igual para todos: cada cosa o fenómeno tiene su “tiempo propio”. Un objeto en movimiento experimenta una duración menor que uno inmóvil; asimismo, el transcurrir es diferente dependiendo del lugar. El tiempo no tiene orientación: causa y efecto, pasado y futuro, no existen en las leyes elementales que describen los mecanismos del mundo. No hay nada parecido a un “ahora” universal, el presente es más bien como una burbuja en torno a nosotros, cuyo tamaño depende de la precisión con que se determina el tiempo; por ejemplo, si es de nanosegundos, el presente solo sería válido para unos pocos metros, así como de varios kilómetros si es medido en milisegundos; como los humanos apenas si podemos distinguir décimas de segundo, es posible considerar que todos los habitantes de la Tierra viven en un mismo ahora. La ausencia de la magnitud tiempo en las ecuaciones fundamentales no implica inmovilidad: el mundo no está paralizado, está constituido por un continuo suceder de eventos, por una incesante transformación. La estructura temporal del universo es similar a la relación de filiación: cada ser humano se puede representar como el punto (presente) donde se unen los vértices de su cono de ancestros (pasado) y su cono de descendientes (futuro), y quienes no son ni lo uno ni lo otro quedan fuera de los conos: es el orden parcial del que se habla en matemáticas, una relación de antes y después entre algunos elementos, pero no entre todos. Para el universo, ese orden parcial es el presente extendido: el conjunto de los eventos que no son pasado ni futuro, pero que están allí, de la misma manera que están los seres humanos que no son ni nuestros ascendientes ni nuestros descendientes…
Son afirmaciones desconcertantes para la mayoría de las personas, cuya experiencia cotidiana confirma más lo que postulaba del tiempo Aristóteles (es la medida del cambio de las cosas, que lo hacen continuamente; si no hay cambio, no hay tiempo) que las ideas contraintuitivas sobre este tema debidas a Einstein y a la física cuántica. Para el pensar común es difícil asumir que en “la gramática elemental del mundo no hay espacio ni tiempo: solo procesos que transforman unas en otras diversas magnitudes físicas, y de los que podemos calcular probabilidades y relaciones”, como señala el físico italiano Carlo Rovelli en El orden del tiempo, en cuya lectura está basado el primer párrafo y que convoca a comprender cómo de una realidad sin tiempo surge, sin embargo, la percepción de este. Resulta más inteligible lo dicho por la filósofa Mayka Lahoz en La trama de la memoria: “El tiempo nos revela que la finitud es nuestra cualidad más esencial”. Pese a su recordatorio de que somos mortales, es una frase menos inquietante porque se encuentra en la vecindad de la intuición común, según la cual la realidad evoluciona de un instante presente a otro posterior, siendo el ahora lo único real, pues el pasado ya ha sido y el futuro aún no es.
El presentismo es una noción del tiempo bastante extendida y Gaustín, el psiquiatra y gerontólogo de Las tempestálidas (2022), del búlgaro Gueorgui Gospodínov, no tenía nada en contra de ella. Sin embargo, le interesaban sobre todo los trastornos de la memoria, de manera que estaba más intrigado por el pasado que angustiado por vivir en el presente tembloroso y fugaz. Su historia la cuenta un joven divorciado, quien soñaba con hacerse escritor y que un día cualquiera leyó, en un diario editado por vagabundos, una noticia que le pareció el robo de la idea que amasaba para su primera novela. En Viena, el médico de una clínica geriátrica había decorado su consultorio como si estuviera en los años sesenta. Era un fanático de The Beatles y en su gabinete colocó un tocadiscos de baquelita y pósteres de la banda de Liverpool, además de modelos a escala de Volkswagen escarabajo, Mustang y Cadillac, carteles de películas, revistas viejas. Él mismo vestía un suéter cuello tortuga bajo la bata blanca. “El quid de la noticia consistía en que el médico se había dado cuenta de que sus pacientes con problemas de memoria remoloneaban más de lo habitual en su despacho, se volvían parlanchines; en otras palabras, se sentían cómodos. Ah, y que los intentos de fuga de la que, por lo demás, era una clínica de renombre, habían disminuido drásticamente”. La novela aún no estaba escrita, pero su historia imaginada ya era realidad.
Así que el escritor en ciernes se propuso conocer en persona a aquel médico y viajó a Viena, pero cuando dio con la clínica, Gaustín (“… a quien primero inventé y más tarde conocí en carne y hueso. O fue al revés, ya no me acuerdo […] El Gaustín de mi sueño de ser otro, de estar en otro lugar, de habitar otro tiempo, otras estancias”) ya no estaba. Era muy difícil dar con el paradero de alguien que parecía saltar entre décadas como quien cambia de avión, pero en un seminario de literatura tuvieron su primer encuentro. “A ojos de cualquiera, habría podido pasar por un anarquista discreto, un jipi entrado en años o por un predicador de una secta de segunda”. Le dio la impresión de alguien “infinitamente solitario e imperteneciente”. En esa oportunidad le habló como si estuvieran en 1939 y, tiempo después de que otra vez le perdiera la pista, recibió de él una postal el 2 de enero de 1990. Era una felicitación navideña, en la que Snezhanka (versión búlgara de Snegúrochka, la Doncella de las Nieves de los cuentos de hadas rusos) apuntaba su varita al año 1929. Era una imagen en blanco y negro luego coloreada y al dorso tenía un texto que ignoraba la reforma gramática del búlgaro de 1945.
“El pasado también es un asunto local. En todas partes habrá casas de otros años, pequeños barrios, algún día tendremos pequeñas ciudades, tal vez incluso un país entero. Para pacientes con la memoria desvaneciéndose, con alzhéimer, con demencias, lo que tú quieras. Para todos aquellos que ya viven únicamente en el presente de su pasado”
Mantuvieron una correspondencia errática y anacrónica en la que Gaustín le preguntaba, por ejemplo, si creía que Francia otorgaría el asilo a Trotski, hasta que se perdieron de vista nuevamente. El siguiente encuentro fue asimismo pura casualidad: el joven estaba en un café de Zúrich, donde entabló una conversación casual con un compatriota, el Sr. S., quien hacia el final de su charla trivial le dijo que allí, en esa ciudad que parece hecha para envejecer, había un coterráneo que era como el aspirante a escritor, con oído para el pasado, y le estaba ayudando a montar una clínica para producir pasado. Fue a la dirección que le dio el Sr. S. y ahora sí encontró a Gaustín en uno de los pisos de un edificio de cuatro plantas, con el jardín delantero colmado de nomeolvides.
—¿No te ibas a Nueva York en 1939, la última vez que te vi? ¿Cuándo has vuelto?
—Después de la guerra.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Haremos habitaciones situadas en épocas distintas. Para empezar. Sí, habitaciones en el pasado. O una clínica. O incluso una ciudad… ¿Qué me dices? ¿Te apuntas?
Gaustín le dijo que el pasado no era solo un decorado, era sonidos, olores, historias, por eso le parecía que él sería el indicado para acompañarlo en aquellas recreaciones.
—¿Y por qué Suiza? —le preguntó en la sala de estar de los sesenta, donde Gaustín le ofreció un bombón de chocolate en papel de estaño. Estaba fresco.
—Digamos que siento un especial apego por La montaña mágica. Lo intenté en otros lugares, pero solo aquí di con personas que creían en mi idea y que decidieron invertir en ella. Solo aquí había suficientes individuos dispuestos a pagar por morir felices…
Le advirtió que había mucho por hacer, pues la habitación en la que estaban era solo los años sesenta de la clase media. Harían falta los sesenta de los trabajadores, los cuartuchos de los estudiantes, los sesenta de la Europa del Este… “Algún día, cuando esto empiece a marchar, seguía Gaustín, montaremos clínicas similares en otros países. El pasado también es un asunto local. En todas partes habrá casas de otros años, pequeños barrios, algún día tendremos pequeñas ciudades, tal vez incluso un país entero. Para pacientes con la memoria desvaneciéndose, con alzhéimer, con demencias, lo que tú quieras. Para todos aquellos que ya viven únicamente en el presente de su pasado (…) Se avecinan tiempos en los que cada vez más personas desearán cobijarse en la cueva del pasado, volver atrás. Y no por buenas razones, precisamente. Debemos tener preparados los refugios antiaéreos del pasado. Llámalos ‘cronorrefugios’, si lo prefieres, o ‘refugios históricos’”.
“Recuerda y sobrevive” podría haber sido el eslogan para promocionar la idea de Gaustín, un exhorto más esperanzador que el Protect and Survive de la campaña del Gobierno británico a comienzos de los ochenta, cuando el despliegue de los misiles de crucero estadounidenses en Europa sumó todos los miedos de que hubiera un enfrentamiento nuclear entre las superpotencias. En ese entonces, el gobierno de Margaret Thatcher distribuyó el folleto Protect and Survive para incitar a las personas a tomar medidas ante la eventualidad de un ataque nuclear soviético, como la construcción de refugios, el almacenaje de comida y agua, etc. Hubo una adaptación para la televisión y se produjeron una veintena de cortometrajes con el mismo espíritu del corto animado estadounidense de 1952 Duck and cover (agáchate y cúbrete), en cuyo cartel promocional se ponía “¡Dios mío! Peligro. Bert (una tortuga con un casco) se agacha y se cubre. Es inteligente, pero tiene el refugio en su espalda… Debes aprender a encontrar refugios”. En Londres y Washington consideraban la posibilidad de una guerra nuclear limitada, escenario en el que descartaban que hubiera una escalada luego del primer ataque. Sería en Europa y la OTAN tendría posibilidades de resistir con ventaja al Pacto de Varsovia. Que no existía tal cosa como una guerra nuclear limitada se sabía desde 1945, cuando Bernard Brodie y sus colegas del Instituto de Estudios Internacionales de Yale, convencidos tempranamente de que no habría un gobierno mundial para evitar una conflagración con armas atómicas, establecieron la regla de supervivencia incontrovertible en un mundo de Estados-nación independientes y armados de forma tan letal: la disuasión nuclear. Solo la capacidad garantizada de que se podía responder con una represalia equivalente ofrecía la seguridad de no ser objeto de un ataque nuclear. Dado su poder devastador, bastaba con que solo unas pocas bombas dieran en el blanco —se descontaba que el enemigo atacaría las ciudades— para que el daño resultara inconmensurable, así que lo sensato era evitar su uso. “Hasta ahora, el principal objetivo de nuestro estamento militar ha sido ganar guerras. En lo sucesivo, el objetivo ha de ser evitarlas. No puede haber otra finalidad más provechosa”, escribió Brodie en 1946. Era inaudito pensar que habría alguna oportunidad de sobrevivencia porque se fortaleciera la defensa civil y se tuviera, a su vez, la capacidad de usar las propias armas nucleares. “Protesta y sobrevive” fue el título de un ensayo que publicó el historiador E. P. Thompson para desmontar esta falacia mortal.
—Aquello de que nadie puede entrar dos veces en la misma historia no es cierto. Se puede. Y eso es lo que vamos a hacer —concluyó Gaustín, con el absoluto convencimiento de que el pasado se podía domesticar.
Los “cronorrefugios” fueron un éxito. Recrearon otras décadas en el edificio, incluso la de los cuarenta con un refugio antiaéreo en el sótano (Gaustín pensaba que el miedo era uno de los desencadenantes más poderosos de la memoria) y pronto abrieron una sucursal de la clínica del pasado en Bulgaria. Mientras, proliferaban imitadores en varios lugares, con cuartos o casas del pasado, pero no cumplían con el propósito de Gaustín de crear espacios en sincronía con el tiempo interior de los afectados por la pérdida de la memoria y funcionaban más con el criterio de parques temáticos. Al principio, los familiares traían de la mano al enfermo y lo dejaban allí por unas horas, pero luego los propios hijos, hermanos, padres o madres del paciente quisieron pasar un rato en el pasado y después también gente que no era nada de los enfermos ni ellos mismos lo estaban en absoluto, así como personas cada vez más jóvenes, cuya demanda los llevó a recrear los años setenta.
“Las secuelas de este síndrome son la melancolía, la indiferencia o la tentativa de aferrarse al pasado, la idealización de hechos que sucedieron de forma diferente o, la mayoría de las veces, que ni siquiera sucedieron como tales”
El escritor hizo varios descubrimientos por ese entonces. Uno, que “el pasado no es solo aquello que te ha ocurrido. A veces es aquello que solo has imaginado”, revelado por el caso de un hombre que lo único que recordaba era lo que había anhelado. Otro, que sus labores en la clínica y la escritura de su novela tenían vasos comunicantes, sin que a veces pudiera distinguir lo real de lo que no lo era: “Las piezas de lo uno fluían hacia lo otro”. Por su parte, Gaustín ya había identificado dos problemas de su idea. El primero, que visitar el pasado para luego regresar al presente era un tránsito muy violento, incluso doloroso, como le sucedió a un paciente que se sorprendió de que afuera estuvieran escenificando el futuro; ergo, había que construir una ciudad entera. El segundo, que no se trataba de entrar en modo reminiscencia por unas horas, como quien va a entrenarse a un gimnasio, la gente debería pasar más tiempo allí, quizá no para siempre, pero si días, semanas, un año entero; tenían que abrir una verdadera ventana en el tiempo.
Como había previsto Gaustín, la añoranza del pasado terminó por ser una epidemia y Europa, que se creía inmune a cualquier delirio tras los trágicos episodios de su historia en el siglo XX, fue la primera en ver infectada a su población. Hubo una oleada repentina de falta de sentido, como si la película de la memoria se hubiese velado justo allí donde estaban los recuerdos felices. “Las secuelas de este síndrome son la melancolía, la indiferencia o la tentativa de aferrarse al pasado, la idealización de hechos que sucedieron de forma diferente o, la mayoría de las veces, que ni siquiera sucedieron como tales. En comparación con el pasado, el presente pierde de golpe su colorido, los pacientes afirman que literalmente ven en blanco y negro, mientras que sus recuerdos del pasado siguen siendo en color, si bien esos colores ya han palidecido, como los de una Polaroid. Es frecuente que habiten en una vida cotidiana alternativa, inventada”, anotó Gaustín (“Diagnósticos nuevos e inminentes”).
Había un déficit de pasado, pero más grave aún era que se trataba de una pérdida de futuro. “Solo hay oportunidad de futuro allí donde hay memoria. Para poder llegar a ser es preciso haber sido. Para poder imaginar es necesario recordar”, advierte Lahoz. Esto lo sabían los hombres de azul que fueron a visitar a Gaustín, a quienes se les borra la memoria no solo olvidan quiénes son, sino que también son incapaces de hacer planes. Gaustín era el especialista perfecto para la solución radical que se proponían los gobiernos: ganar tiempo volviendo al pasado. Desde el punto en que se encontraban, hacia adelante no había nada; en cambio, si retrocedían, tendrían tanto futuro como el tiempo del retroceso. Sería un futuro de segunda mano, porque ya había sido vivido, pero peor era el vacío que tenían al frente. “Puesto que una Europa del futuro ya es imposible, vamos a elegir una Europa del pasado”. Fue así que se organizaron referendos nacionales para que cada país escogiera a qué pretérito regresar. La única condición para todos era que se limitaran al siglo XX.
Se configuró un imperio de los ochenta, con Alemania, Francia, España, Austria, Polonia y Grecia, así como una alianza nórdica de los setenta con Suecia, Dinamarca y Finlandia… Los ciudadanos debían permanecer un tiempo en sus países y sus décadas hasta que se estabilizaran las cosas, lo cual pasaba por poner de acuerdo a diacrónicos, que apostaban por un reinicio del tiempo y su desarrollo natural, y sincrónicos, que preferían permanecer en los decenios escogidos por un período más largo.
Y entonces Gaustín desapareció. En su gabinete de Zúrich, el escritor encontró una declaración de su puño y letra en la que le dejaba a cargo de la clínica y de todas las villas del pasado de manera indefinida. También, una breve nota: “Debo ir a 1939. Te escribiré nada más llegar. Tuyo, G.”.
Redescubrir el pasado no estaba exento de alegría, pero tras la calma de los primeros meses que siguieron a las votaciones comenzó a brotar la rebeldía de quienes no habían sufragado por las opciones ganadoras. “La amenaza de la anarquía y toda clase de fuerzas centrífugas se cernieron de pronto sobre los distintos países. Lo que se prometía un idilio comenzó poco a poco a desmoronarse… Los descontentos empezaron a aislarse en sus propias villas y enclaves, a escindir pequeños territorios y a sincronizarlos en eras diferentes. Lo local volvió a cobrar siniestra importancia”. El mundo comenzó a deslizarse a un estado de caos. “Pero no aquel caos primordial del que se originó todo, sino el caos del fin, la abundancia terrible y caótica del fin que ahogaría el tiempo existente con todas sus criaturas vivientes…”.
El escritor se preguntaba por qué se había esfumado Gaustín. ¿Sentía la culpa de los físicos de los años 30? ¿Había sido absorbido nuevamente por el pasado? ¿Era su desaparición provisoria? “Por un instante, pensé que había decidido acabar con todo. Pero, si yo estoy vivo, ¿puede Gaustín estar muerto?”. Es posible que Gaustín hubiera desaparecido porque comprendió lo que anota Lahoz:
“Los seres humanos no podemos vivir única y exclusivamente de nuestro pasado, porque la vida nos empuja sin cesar a pensar en nuestro porvenir, en un intento por dar con las claves que nos permitan escrutarlo y penetrarlo, por forjar un lenguaje que de alguna manera nos haga posible allanarlo y dominarlo. Vivimos, pues, mirando en dirección al futuro, en la permanente tensión vital de aquello que podría acontecer, de aquello que desearíamos que aconteciera. La imaginación recrea en nuestra conciencia, en forma de imágenes casi siempre borrosas, las percepciones y las sensaciones antiguas, y las conjura y las reorganiza para dar lugar a deseos renovados: nos imaginamos a nosotros mismos en el futuro en función de lo que creemos que hemos sido y no hemos sido y de lo que creemos que hemos vivido y no hemos vivido, pero también en función de lo que creemos que somos y no somos y de lo que creemos que vivimos y no vivimos”.
Post scriptum:
Una vida sin recuerdos
(Tomado del libro La memoria y la vida, de José María Ruiz-Vargas)
“El 30 de octubre de 1981, un hombre de treinta años, natural de Toronto, conocido en el ámbito de la amnesia como el paciente K.C., sufrió un accidente de motocicleta que le produjo lesiones cerebrales muy graves que afectaron sobre todo al hipocampo de ambos hemisferios (el hipocampo es una estructura fundamental para el funcionamiento de la memoria episódica). A resultas de tales lesiones, K.C. padece una amnesia profunda con unas características verdaderamente peculiares y excepcionales incluso en el propio ámbito de la amnesia. Por ejemplo, sus capacidades intelectuales, su inteligencia y su lenguaje son normales (…) Podría decirse, por tanto, que la memoria de K.C. es normal en términos generales; sin embargo, sus lesiones cerebrales afectaron dramáticamente a su memoria autobiográfica. En consecuencia, K.C. ha quedado convertido desde el accidente en un hombre sin recuerdos o, lo que es lo mismo, en un hombre incapaz de recordar nada de su pasado personal.
”Sin embargo, este hombre sabe y conoce muchas cosas acerca del mundo, lo que le permite acceder a hechos autobiográficos que podrían llevarnos a pensar que su memoria es normal. Por ejemplo, K.C. sabe que su familia tiene una casita de campo y dónde se encuentra, incluso puede localizarla en un mapa de Ontario, sabe a qué distancia está de su casa de Toronto, cuál es el camino más corto e incluso lo que se tarda en llegar en coche con el tráfico de los fines de semana y, por supuesto, sabe que él ha pasado allí mucho tiempo; sin embargo, es incapaz de recordar nada, absolutamente nada, acerca de él en aquella casa.
(…)
”K.C. es un caso claro de disociación o de desconexión entre el sistema de memoria semántica (…), que no ha sufrido daños significativos a consecuencia de las lesiones cerebrales, y el sistema de memoria autobiográfica, concretamente, la memoria episódica, que ha quedado devastada. El resultado dramático de todo ello es que K.C. ha sido desalojado de su vida, porque nadie puede hablar de ‘vida’ cuando se han perdido todos los recuerdos autobiográficos. Como diría Castilla del Pino, K.C. continúa viviendo, pero ha dejado de existir: sigue vivo biológicamente, pero ha muerto biográficamente. Y eso significa que, al igual que otros pacientes con amnesia, K.C. ha quedado confinado en un mundo sin tiempo o, lo que es lo mismo, en un presente permanente donde no hay pasado ni futuro y donde, además, no es posible ‘viajar hacia atrás a través del tiempo subjetivo’.
(…)
”Cuando en una de las entrevistas se le pidió a este paciente que intentase ‘viajar hacia atrás en el tiempo de su propia mente’, bien por el pasado representado por unos minutos antes o por muchos años atrás, dijo que no podía. Y cuando, a continuación, se le pidió que tratase de volver ‘el ojo de su mente’ hacia el pasado, lo único que pudo decir es que ese pasado ‘estaba en blanco’.
(…)
”Pero resulta que, además, K.C. tampoco puede pensar en el futuro porque no puede imaginarlo: cuando se le pidió que contase lo que iba a hacer después, cuando terminase la entrevista o al día siguiente o en cualquier momento del resto de su vida, fue incapaz de contestar, y, cuando se le dijo que describiese el estado de su mente cuando pensaba en el futuro, su respuesta fue otra vez: ‘Está en blanco’. Así pues, este paciente no sólo es incapaz de evocar su pasado, sino que tampoco puede imaginar su futuro. K.C. está anclado para siempre en el presente, sin pasado y sin futuro. K.C. está condenado a vivir en un presente perpetuo.
”La incapacidad de los pacientes con amnesia como K.C. para viajar hacia atrás o hacia delante a través del tiempo subjetivo es el resultado de la falta de un tipo muy especial de conciencia. Algo que se demuestra cuando, por ejemplo, a K.C. se le pregunta por la marca de su coche o cuál es la capital de Canadá. Ante preguntas de ese tipo, no presenta el más mínimo signo de incapacidad; es decir, responde correctamente. Ello es así porque, en situaciones como esas, la conciencia o la experiencia consciente de este paciente es normal, dado que la conciencia que se requiere en tales situaciones es un tipo de ‘conciencia del mundo’ que no involucra o que no tiene nada que ver con el tiempo subjetivo. Cuando, por el contrario, se le pide que evoque algún episodio en el que estuvo involucrado su yo, su incapacidad es total, su mente aparece vacía, en blanco, porque carece no de conciencia del mundo, sino de ‘conciencia de sí mismo’, que es algo muy distinto.
”Que alguien no tenga ‘conciencia de sí mismo’ significa que no tiene ‘sentido del yo’. Lo hemos dicho antes y no importa repetirlo, el sentido del yo emerge y se erige sobre el universo de la memoria autobiográfica o, dicho con otras palabras, el yo —la perspectiva en primera persona— se construye, se manifiesta y se reconstruye a través de narraciones del pasado. Es decir, que somos quienes somos porque así nos lo hemos contado a través de una narración que estamos revisando y creando continuamente, porque cada uno de nosotros es el auténtico autor de la historia de su vida. Por tanto, podemos decir con firmeza que toda persona necesita un pasado para mantener su yo; y, al contrario, la desaparición del pasado supone siempre la aniquilación del yo. En definitiva, sin pasado, sin recuerdos, no hay vida”.