La pureza inalcanzable
- Francisco Vallenilla
- hace 2 horas
- 2 Min. de lectura
300 palabras sobre Hambre, de Knut Hamsun

A lo largo del verano, el otoño y el invierno, ha contado con apenas unas treinta coronas para vivir. Ha masticado astillas de madera y la tela del bolsillo de su camisa, chupado una piedra y su dedo índice para mitigar el hambre, que le roe las entrañas como una rata enfurecida, sustrae las fuerzas a sus miembros y reseca su cerebro. Ha empeñado todo cuanto poseía, que no era mucho, y arrancado los botones de su chaqueta con la ilusión de obtener unas monedas. Duerme con la ropa puesta para abrigarse y sus bienes más preciados son un lápiz y las hojas donde escribe sobre los más diversos temas, desde un tratado filosófico que concibe en tres partes hasta una pieza teatral ambientada en la Edad Media sobre una prostituta que peca en un templo por odio al cielo. Salvo en la ocasión en que le pagan por un artículo y cuando le adelantan diez coronas por otro, no tiene nada que llevarse a la boca durante días: “Ni un solo momento de verdadera despreocupación en siete u ocho meses, ni siquiera una semana entera con la comida necesaria antes de que la miseria me hiciera arrodillarme de nuevo”. El protagonista de Hambre (1890), de Knut Hamsun, llora de desesperación, se sumerge en diatribas consigo mismo, reclama a Dios y al diablo su mala suerte, roza la locura y, sobre todo, camina por las calles de la capital noruega. Son recorridos difíciles de imaginar para alguien amenazado de inanición, pero uno comprende que no se trata tanto del esfuerzo físico extenuante como de la alegoría de su alucinada defensa de la integridad moral y la desfigurada búsqueda de su redención espiritual. “Levanté la cabeza y sentí la bendición de conservar mi pureza”, declara en una oportunidad el famélico andador.